Jaime Siles. En la oscura penumbra del más allá
¿Oye Jaime Siles la furia de las Ménades? ¿Oye a Pan con su siringa hecha de cañas? ¿Oye el sonido de la flauta de Apolo? ¿Oye a Cínidas, el locrio?
Jaime Siles oye, sí, todo lo que tal vez no deba escuchar. Entra en la memoria de la poesía clásica griega y lo hace como si anduviera por su casa, descargando el equipaje de su formidable cultura.
Ve el poeta a Aquiles combatiendo a los mirmídones; ve a los dólopes avanzando con sus pesadas armaduras. Navegan por la mente del poeta los hexámetros exactos. Pero su combate no se libra en las playas de Troya. El poeta sabe que ni Héctor y Aquiles, ni Helena y Agamenón, morirán. Pero él, sí.
Fueron muy pocas las palabras que Homero recogió en el país de los cimerios junto a la laguna Meótides, cabe el mar de Azof. El poeta conversó con Anticlea, la hija de Autólico y de Anfítea, la esposa de Laertes y madre de Odiseo. ¿Alguna vez llegaremos al fondo de la Noche –se pregunta– o nos convertiremos en sombras rodeados de todos los cadáveres que un día cuerpos fueron y que arrastran ahora las aguas putrefactas entre los turbios valles yermos sin vida y sin vegetación?
Jaime Siles hace camino al andar entre las letras griegas y descubre a Meránides, el frigio, que mira el brillo de los caballos tracios perlados por el metálico rocío de la sal. La vida está hecha para él solo de instantes que se funden en un aire sin tiempo transparente y azul.
El poeta se traslada a Licia, al reino de Yobates, con una carta sellada en la que está escrito que debían matarle. Pero Yobates no lo hace. El poeta se lamenta: “Todos lleváis –como yo– escrita vuestra muerte y es mejor no aplazarla: el tiempo puede ser una dádiva, pero nunca es un don”. Porque los dioses urden el miserable destino de los hombres, que es uno y siempre el mismo y consiste en morir. La sombra de la muerte se enreda en las páginas de un libro extraordinario –Galería de rara antigüedad– donde ronronea ese aliento lírico de Jaime Siles que tanto admiraba Octavio Paz. “Sigue de cerca a Siles –me dijo una tarde en su casa de México el autor de El laberinto de la soledad–. No te arrepentirás”.
Conversa Jaime Siles con los filósofos, debate con los poetas y los rétores y piensa a veces en un paflagonio de la Anatolia lejana y sola que, siendo esclavo, nunca dejó de ser libre. Le gustaría al poeta que lo enterraran en la tumba de Lícidas, pero como a Antístenes, el cínico, Caronte no le abre los portones del Hades.
Escucha entonces la voz de Epiménides de Creta que dormido en una cueva recibió las revelaciones de la Justicia y la Verdad. No quiere conocer la doctrina de Cínidas, el de Lócrida, cruel y sangriento, y quiere ser él mismo, admitiendo la infinita insuficiencia de la realidad. Apolo, por cierto, con su flecha hizo blanco, primero en la mente de Cínidas, luego en su corazón. “Su sangre –escribe Siles– fue cayendo por las gradas del templo y su mancha en el mármol de todas las columnas floreció”.
Defiende el poeta la palabra. “Verbalizar el universo es el único modo en que podemos pensarlo y poseerlo”. Se extasía Jaime Siles con la lengua griega: “¿Hay un momento más hermoso y único en la historia que aquel en que los griegos de la Anábasis, dakruontes, con lágrimas en los ojos, pudieron ver por fin el mar de todas las nostalgias?”.
Coincide Jaime Siles con Aristón el gramático, y tal vez con Jorge Luis Borges y su hombre de la esquina rosada, en que sin metáforas seríamos incapaces de vivir porque vivir es una metáfora, y nuestra vida y nuestras palabras, también. Por eso el poeta afronta la borrosa sintaxis de la muerte. El texto nunca muere ni acaba. “No es el carácter inagotable de lo clásico: es el carácter y condición del ser”. Nosotros solo somos su pausa.