Unamuno y Rubén Darío. Dios mío, qué solos estamos los vivos
Chus Visor ha tenido el acierto de agavillar en un tomito de su legendaria colección, cercano a las 300 páginas, la poesía de Miguel de Unamuno, en sabia edición del propio García Sánchez. Desdeñar la densidad poética del filósofo que reflexionó sobre la agonía del cristianismo sería desconocer uno de los más sólidos mensajes líricos del siglo XX. Resulta odioso hacer comparaciones. Tal vez Unamuno no se encuentra entre los diez mejores poetas del siglo XX. Pero nada más absurdo que desdeñar la poesía del autor que escribió ese inmenso y largo poema en el que, a través del Cristo de Velázquez, reflexiona sobre la vida y sobre la muerte, sobre la palabra, sobre el Verbo, que se hizo carne y habitó entre nosotros.
Rubén Darío condensó las reflexiones poéticas de Unamuno en el verso final de Lo fatal: “…Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. Y aquí llega el segundo gran acierto de Chus Visor al prologar este libro que condensa lo sustancial de la poesía de Unamuno con el artículo que Rubén Darío escribió para el diario La Nación. San Juan dela Cruz y Federico García Lorca, Pablo Neruda y Rubén Darío, son los dos poetas españoles, los dos poetas iberoamericanos, más destacados de la historia literaria en español. Claro que esto no pasa de ser una opinión más, pues los criterios sobre la poesía y los poetas se desbordan con copiosa amplitud.
Para Rubén Darío, Miguel de Unamuno es “…el obrero del pensamiento, que, con la fragua encendida, el pecho desnudo, y transparente el alma, lanza su himno, o su plegaria, al amanecer, para buscar a Dios en lo infinito”. Admiraba Rubén al Unamuno políglota, y también al que construía “incomparables pajaritas de papel”; al que “es, ante todo, un poeta, y quizás solo eso”, siempre asomado a las puertas del misterio para vislumbrarlo desconocido. “Escultor de la niebla y buscador de la eternidad”, Rubén Darío subraya “la estupefacción de los que no tienen nada que oponer al ímpetu ordenado de los carneros de Panurgo”, que Rabelais precipitó sobre las aguas del mar. Si le fuera posible, escribe Rubén, Miguel de Unamuno “cantaría únicamente en una música interior que no pudiese ser escuchada fuera, tal como el sonar de esas fuentes subterráneas cuyo ruido de agua halla tan solo repercusión en lo cóncavo de las grutas esculpidas de estalactitas”.
Superando a lo que escribió Leonardo da Vinci, “la pintura es poesía muda, la poesía es pintura ciega”, el alma del verdadero poeta se espesa de forma rítmica y habla de sus alegrías y tristezas de forma musical. “Piensa el sentimiento –poetizó Miguel de Unamuno–, siente el pensamiento”. “¿Sentimiento puro? Quien en ello crea, de la fuente del sentir nunca ha llegado a la vida y honda vena”. Subraya Rubén, no sé si acertadamente, que a Unamuno no le gustaba del todo la poesía francesa, que prefería a Shakespeare o al italiano Giosué Carducci, el autor de Rima y ritmo, que pastoreó el Premio Nobel de Literatura, ensalzado por Bassani en El jardín de los Finzi Contini. Cuando alguien le insinuaba al poeta nicaragüense que los versos unamunianos eran “pesados”, contestaba: “También el hierro y el oro lo son”.
“No te he llorado, no –le dice el poeta a Teresa–. En vez de lágrimas es rocío de sangre roja y espesa que en ofrenda traigo sobre la tierra madre. He puesto aquí, sobre tu hierba verde, aquel pañuelo, ¿sabes?, que guarda ajados copos de tu pecho, pétalos de tu carne”. Y estalla, en fin, la amarga queja del filósofo inmenso: ¡Dios mío, qué solos se quedan los vivos! Le brota entonces la pena como una torrentera para repetir una y otra vez “¡Dios mío, qué solos estamos los vivos!”