Francisco Brines: descansa en la luz, el pecho del amor muy lastimado
El poeta vive rodeado por los paisajes de la tierra y del alma. La libertad le enciende los ojos, mientras arden los naranjos y se escucha, llena de heridas, la voz de los pájaros. Las estrellas se quedan solas sobre las calles y, lejos, la ciudad tiembla.
El poeta quiere ser más fuerte que el destino ruin. Penetra en una vastedad desconocida. Allí se enamoran de su tristeza las muchachas escondidas. Tras el rojo horizonte, la ceniza de la tarde ha caído, mientras las ramas de los árboles vacilan moribundas bajo el frío. Sócrates le rasga la memoria y engendra la acerba crueldad.
El poeta contempla la luz que cae sobre los sauces remotos en el pozo de los tiempos perdidos. Los caminos están ebrios de rosas. El ciprés es un alto arbusto de llamas, astros y jazmines. El hacedor de versos siente el pecho inquieto porque lo golpea el corazón necesitado y la soledad tan encendida. Mira entonces con ojos doloridos los rincones oscuros de su alma y se enturbia en la ola del amor. Desnuda entonces su cuerpo para yacer, en las sombras, sobre el estéril tiempo.
El poeta acepta el vacío, donde ni siquiera soplará un viento vagabundo, pues no hay merecimiento en el nacer y nada justifica nuestra muerte. Lo noble es clandestino, vergonzoso el amor, sorda herrumbre la fe, la juventud es tierra destruida, sin definir la nada. “Qué más da que la nada fuera nada, escribió José Hierro, si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada”.
El poeta se acerca al incierto final. Se refugia en las torpes sombras del olvido y le confunde la promesa del cielo, que es lo eterno, o la vida final, el desengaño, aunque por amor lo ha dado siempre casi todo. Se acompaña entonces de libros en el suave abatimiento de los días, pues cuando se ama ni hay culpa ni hay destino. Las noches son ya una turbia rosa negra en la continuidad del permanente cansancio. Está naciendo el mar y el color de los montes es de plata. Busca todavía al ser amado en su fuquía pálida y azul, el cielo derribado.
Al poeta le araña la ruina extensa del pasado, el feliz engaño dela tierra que no ha sido, cuando su cuerpo es ya la llaga de una sombra. No ha renunciado al mundo y, si la carne es Satanás, le ama, con el miedo del Cristo abandonado en el ciego olivar de la ceniza.
El poeta siente sobre sus hombros el peso de una sola oscuridad y sueña con los árboles que desnudan su frente de hojarasca. Le entristece el trastorno de la muerte y el dolor que encanece los cabellos. Repugna a su espíritu tanta belleza misteriosa, tanto dulce reposo, tanto engaño. La carne desvanecida aguarda ya la nada porque se ven las hogueras, sin crepitar, lejanas. La música espera en los rincones y se desmaya la alegría. Al escarbar en el olvido, en el zaquizamí oscuro de su vida, recupera el tiempo fallecido.
El poeta recuerda a Carlos Bousoño, siente su oda en la ceniza y apaga la luz de los fatigados cuerpos adolescentes, que penetran el centro de la rosa. Bebe un líquido vicioso y la dicha habita su carne en el cuerpo inmortal. Piensa en los tiempos lejanos, cuando volvía del lago y se enronquecían súbitas las voces bajo el silencio del sol.
El poeta se abraza ya al terror del vacío. Le brota entonces la negación primera y derriba, a escondidas, las torres de Dios. Mira cómo se apaga el alba de las estrellas y aúlla sordamente con los perros. Se abraza entonces a la penumbra lasciva de los humos, arracimadas las manos, y escribe versos en la huérfana noche del naufragio.
El poeta, Francisco Brines, vive ya donde muere la muerte. En el reposo de la tierra mojada por la lluvia, yace la belleza del mundo.Y al llegar a la última costa descansa entre las luces, el pecho del amor muy lastimado. Sabe, como San Juan de la Cruz, que nunca va a cicatrizar la oscura herida del alma.