"Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas (…) de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de sí mismo”.
Este epílogo de El hacedor de Borges, reforzará quizás en el lector la convicción de la singularidad del ser humano y el peso de su papel en el cosmos. Convicción que sigue marcando profundamente nuestro lenguaje. Al ver a una persona amenazada, un hombre se adelanta para frenar al agresor. Ante el cúmulo de alabanzas, protesta declarando: “Hice lo que cualquiera habría de hacer por otro ser humano”. Y desde luego la expresión es escuchada sin reserva. A nadie se le ocurre que la frase habría de ser: “hice lo que cualquiera habría de hacer por otro animal”, aunque probablemente esa persona hubiera mostrado también empatía ante un animal en peligro.
Quizás el envite mayor procede de entes maquinales susceptibles de hacer previsiones que dejan estupefacto
Sin embargo, tratándose de afirmar la singularidad del ser humano, las disciplinas contemporáneas invitan a la prudencia: mostrando el alto grado de homología genética entre nuestra especie y otras vecinas; cuestionando la rigidez de la distinción entre nuestra facultad de lenguaje y la facultad de otras especies para sus propios códigos de señales, etcétera. Pero quizás el envite mayor procede de entes maquinales susceptibles de hacer previsiones que dejan estupefacto: dispositivos telemétricos en órganos de recién nacidos predicen una infección antes de que haya tenido lugar; un sistema llamado AlphaFold2, es capaz de prever el repliegue de los polipéptidos en la estructura tridimensional necesaria para el correcto funcionamiento de las proteínas. El problema, a la hora de sopesar estos fenómenos, es que prever no es explicar y no está claro que la acuidad predictiva de AlphaFold2 sea consecuencia de que ha alcanzado la causa o razón de aquello que prevé. Recordaré al respecto que la gravitación newtoniana preveía importantísimas cosas y sin embargo no explicaba lo que preveía. De ahí la importancia, filosófica además de científica, de su sustitución por la gravitación relativista.
Sin embargo no está a priori excluido que en un tiempo las máquinas sean capaces de explicar sus previsiones tanto ante nosotros, seres racionales animados, como ante sus homólogos, seres racionales maquinales. Ello alimenta formas del llamado post-humanismo, que cerraría el corto paréntesis abierto desde la aparición de homo sapiens. Paréntesis que, trasponiendo la historia del universo a una película de tres horas, sería diminuta fracción de segundo.
¿Fracción insignificante? Poco a poco. En esta fracción aparece la técnica, la ciencia, el arte, la filosofía y el cúmulo de interrogaciones y respuestas sobre lo que tiene significativo peso y lo que realmente es in-significante. Aparece un ser efímero que, estupefacto ante su entorno, ahora se esfuerza por dar cuenta del mismo y conferirle un sentido, ahora simplemente lo describe narra o cuenta; un ser que, como el Spinoza de Borges, “desde su enfermedad, desde su nada / sigue erigiendo a Dios con la palabra”.
En un curso de física en el Imperial College, C. J. Isham supo vincular las líneas de Borges citadas en el arranque, a las escritas por Arthur Eddington tras la conmoción que supuso la física cuántica: “Nos hemos apercibido de que allí dónde la ciencia ha alcanzado mayores progresos, la mente no ha hecho sino recuperar de la naturaleza aquello que la propia mente había depositado en ella. Habíamos encontrado una extraña huella en la rivera del mundo desconocido. Y habíamos avanzado, una tras otra, profundas teorías que dieran cuenta de su origen. Finalmente hemos logrado reconstruir la creatura que había dejado tal huella. Y ¡sorpresa!, se trataba de nosotros mismos”.