Una de las escenas finales de El paso suspendido de la cigüeña (Theo Angelopoulos, 1991) muestra a unos técnicos que sincronizadamente elevan el tendido telefónico que conectará los hogares de Albania y Grecia. Es un final optimista porque la película se desarrolla en un lugar de frontera donde, bajo la atenta mirada del ejército, cruzarla sin permiso implica la muerte. El emigrante, como la cigüeña, se ve forzado a suspender su viaje y permanecer a la espera.
El protagonista, interpretado por Marcello Mastroianni, fue un reconocido político griego que en su última aparición pública en el congreso dijo: “A veces hay que callar para oír la música que hay tras el sonido de la lluvia”. Esta enigmática afirmación es también optimista porque, de guardar silencio, podríamos escuchar una armonía que pasa desapercibida entre tantos sonidos. Pero cuando callamos no siempre escuchamos una melodía. A veces escuchamos lo que no querríamos oír.
Otra película, Al final de la escalera (Peter Medak, 1980), juega con los silencios. Lo que se escucha son los golpes rítmicos y metálicos producto de un crimen que el protagonista trata de entender. Las dos películas, de géneros muy distintos, hablan de la incomunicación porque aunque estemos oyendo, muchas veces no sabemos lo que estamos escuchando. En ambos casos llegaría siempre la comprensión.
Estar en contacto no es síntoma de diálogo ni de encuentro. Oímos muchas cosas pero no hacemos esfuerzos por entender
El problema radica cuando el ruido de nuestro propio pensamiento sesga lo que estamos escuchando y condiciona nuestra relación con los demás. ¿Ahora que estamos tan conectados por qué no nos comunicamos? ¿Acaso no nos llegan los sonidos del mundo? Es un tópico. En nuestra época lo que no falta es la conectividad y sin embargo lo que abunda es la incomunicación. Estar en contacto no es síntoma de diálogo ni de encuentro. Oímos muchas cosas pero no hacemos esfuerzos por entender lo que nos están contando.
Hoy la cigüeña de Angelopoulos se habría electrocutado sobre el tendido eléctrico en su intento de comunicarse con los otros y su mensaje quedaría atrapado e interpretado por los prejuicios de quien la escuchara, como si estuviésemos en el bucle de nuestro propio eco. Cargamos las tintas contra la tecnología y las redes sociales. Sin embargo el problema radica en que no sabemos escuchar ni tenemos paciencia para aprender.
¿Cuando oímos hacemos oídos sordos al dolor de los demás? ¿Cómo aprendemos a escuchar? Permítanme responder con unos versos de Anne Carson: “Para obtener el sonido toma cuanto no sea el sonido déjalo caer / Por un pozo, escucha. / Luego deja caer el sonido. Escucha la diferencia / Estallar”. ¿Qué sonido se escucha cuanto tiramos una piedra a un pozo? ¿El eco nos comunica algo o somos incapaces de ver algo que no seamos nosotros mismos? Y si en lugar de tratar de escuchar la piedra, ¿qué sucedería si dejamos caer el sonido que nosotros incorporamos en lo que oímos?
Para aprender a escuchar el sonido de los demás hay que localizar lo que no procede de ellos sino de nosotros mismos, es decir, nuestras opiniones para dejarlas caer en un “pozo”, entendido como un espacio de resonancia, en el que con distancia reverberará aquello de nosotros mismos que hemos arrojado. Localizado este sonido que, como un espejo, nos pone delante de nuestros prejuicios, podremos identificar el sonido mismo que debemos escuchar: ya no es una escena deformada por nuestra opinión, sino una voz humana que tiene algo que decir. Tendemos a asignar a la voz un significado que quizá no tenga. Solo haciendo el esfuerzo de dejar caer nuestro sonido es posible dar el paso que la cigüeña no pudo dar y aprender a escuchar.
Ana Carrasco-Conde (1979) es filósofa y ensayista. Autora de Decir el mal (Galaxia Gutenberg), acaba de ganar el II Premio Eugenio Trías por La muerte en común.