Una frase hecha. Seguro que agentes habilidosos en el tamizado de la web podrían rastrear la primera encarnación del funesto “como no podía ser de otra manera”. Lo que me escama es la facilidad con que pazguatos y correveidiles de toda laya, ignaros e ilustrados a la violeta, leguleyos, presentadoras y locutores de continuidad, plumíferos zafios y zalameros, poetas aficionados y novelistas con tetralogías, politicastros y muñidores de discursos recurren al engendro como si fuera un hallazgo digno de ser esgrimido hasta la saciedad.

Sobre todo porque la mayoría de las veces basta con pararse y decirle al monosabio: pues claro que podía y podría ser de otra manera, de mil y una maneras distintas podría y a menudo debería. Nos encerramos con el juguete manoseado y con él recorremos otro tramo pueril hacia la más espléndida nada.

Cuatro palabras. Esta proposición no es modesta, y como tal puede ser descartada de cuajo, como sin duda será. Pero aquí queda para pasto de las trituradoras de papel. Dejar de usar durante (pongamos) los próximos veinte años cuatro adjetivos que ya son apenas pulpa. Parece que siguen vivos cuando en realidad no son más que cadáveres que llevamos a la espalda: maravilloso, dantesco, mágico e increíble.

La razón y el debate de la vieja polis se vuelven papel mojado cuando la emoción es la medida de todas las cosas

¿Cuántos viajes, comidas, catástrofes, atentados, noches, conciertos, victorias, polvos, novelas y cócteles nos acechan para que saquemos de nuestra cartera billetes tan usados que nadie quiere porque se deshacen, huelen, dan grima?

No sirven ni para enterrar a un muerto ilustre, celebrar un partido de tenis, evocar la singladura por un fiordo…, o lamentar el aplanamiento de un edificio lleno de civiles donde estrategas con galones cargados de razón no dudan a la hora de apretar el botón, porque confían a ciegas en que el señor de los ejércitos discrimine entre justos y pecadores cuando haga su recuento final.

Coda que no es. Hace tiempo que todo lo que hacía agua se ha puesto a hacer aguas, y ese desfase no menor hace imposible que quien pilote ataje el desaguisado mientras tripulación y pasaje se afanan en remar, achicar, implorar a los dioses o sacar los chicotes por las troneras para tratar de calmar la mar arbolada como si su orín fuera aceite.

Porque no es lo mismo una vía de agua en la sentina del entendimiento que una necesidad irresistible de vaciar la vejiga. Un desaguisado por no distinguir aguas mayores de menores y que hacer agua es lo que lleva a tantas empresas a pique por no saber a tiempo a qué atenerse.

El lenguaje. Es la madre del cordero, y lo primero de lo que se apropia un padre de la patria sin escrúpulos cuando quiere que sus súbditos dimitan de ciudadanos: camela con su hermosa efigie de moneda y le retuerce el pescuezo al sentido para que, siendo lo contrario de lo que dice, se confundan valor y precio, alpaca y plata.

¡Cuántos prefieren seguir siendo niños mientras su patrón se mofa gritando que viene el lobo cuando hace legislaturas que el lobo se sonríe como perro viejo que es, ensoberbecido y con la triple dentadura de quien miente a sabiendas! Ah, y los cínicos le aplauden porque es lo que más les conviene.

La razón y el debate de la vieja polis se vuelven papel mojado cuando la emoción es la medida de todas las cosas, y los infantes maman de la teta oficial para no tener que pensar por sí mismos y reconocer que quien miente es su amo y ellos renunciaron a ser dueños.

Confesión. Quería estrenarme aquí sin dar ni un nombre. Ha sido un esfuerzo contra mi denostada costumbre (sobre todo por quien más me conoce y aguanta) a citar y a nombrar como espléndida diarrea.

Alfonso Armada (Vigo, 1958) es periodista y escritor. Ha trabajado para El País y ABC y hoy es editor y director de la revista digital FronteraD.