El 10 de julio de 1932 un viejo camión Chevrolet transportaba un escenario portátil por las calzadas de Soria. Le seguían dos coches cargados de jóvenes entusiastas. Debían llegar a medio día a Burgo de Osma, pues la función teatral comenzaría al caer la noche, en alguna plaza de piedra, seguramente.
La Barraca comenzaba ese día su primera gira con la representación de La cueva de Salamanca, de Miguel de Cervantes. Antes de empezar la obra, el director de la compañía salió a agradecer al pueblo su acogida. Al acabar, salió a recibir y a responder a los periodistas allí congregados. Ese hombre, el director de La Barraca, era Federico García Lorca.
En el año 1931, pocos meses antes, Lorca y el escritor Eduardo Ugarte habían creado con ayuda del Ministerio de Instrucción Pública un grupo de teatro universitario cuyo objetivo era acercar los clásicos a los pueblos poco ilustrados de la España hoy vacía o vaciada. Dos días después de su estreno, La Barraca representó La vida es sueño, de Calderón de la Barca, en el ábside de la iglesia de San Juan de Duero de Soria. Una señora, apoyada en alguna de las columnas románicas, escuchaba el monólogo de Segismundo: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.
Más de ochenta años después, el Instituto Max Planck de neurociencia encontró los mecanismos biológicos de la emoción que sintió aquella mujer. Escuchar poesía activa las áreas más involucradas en la emoción y las fusiona con las que perciben la música. Cuatro segundos después, se activa el núcleo acumbens, excitando la corteza somatosensorial y produciendo una sensación de escalofrío. Es lo que llamamos piel de gallina, que seguramente experimentó esa mujer de Soria.
El carácter ambulante del grupo teatral convirtió a los barracos en una misión pedagógica que luchó contra las inclemencias del tiempo, la intolerancia política y la burla de algún ministro que consideraba ridículo invertir “dinero en títeres”. Su entrega era tal que todos ellos realizaban su trabajo de forma voluntaria y gratuita.
Escuchar poesía activa las áreas involucradas en la emoción. Luego se excita la corteza somatosensorial y se produce un escalofrío
Pero había un detalle que simbolizaba, especialmente, su talante de servicio a los demás: el mono de trabajo. Todos los componentes del grupo, y Lorca el primero, vestían un mono azul a modo de uniforme que contrastaba con la formalidad de las academias de Madrid. En palabras de Lorca, “este teatro de vulgarización es por tanto un teatro de universitarios y ellos no tienen pretensiones artísticas: no olvidan que son sobre todo educadores y en este sentido es como desempeñan su papel”.
Los que hoy hablamos deberíamos recuperar ese mono azul, o del color que sea, pero el mono de quien comparte su saber como un servicio. Puedo imaginar a Lorca con un lápiz en la mano y un cuaderno en otra, quizás sentado en alguna de las callejuelas de los pueblos que visitaron, componiendo algún poema.
En su cerebro se estaría activando una extensa y compleja red de áreas, cuyo punto de partida sería la corteza prefrontal medial que está integrando razonamiento y emoción, eso dijo la universidad de Harvard en el año 2015. Se unen después aquellas zonas que incorporan al cuerpo y finalmente se atenúa el control cognitivo para sumergirlo en un estado similar al de ensoñación. Sólo así Lorca puede escribir: “Y el sol entró por el balcón cerrado y el coral de la vida abrió su rama sobre mi corazón amortajado”.