Castilla-La Mancha cuarenta años pobre
A estas alturas de la democracia española va resultando evidente que al sistema hay que hacerle retoques sustanciales. No es que el edificio esté mal construido, sino que después de tantos años presenta grietas y goteras y es necesario darle una manita de pintura y algo más. Tengo la impresión a ratos de que la categoría de los españoles va por barrios y de que los nacionalismos y cuponazos, por mucho sentido histórico que tengan, terminan imponiéndose en el puzzle autonómico más por el juego de oportunismos e intereses que por la carga natural de su propio peso, que es lo que podría tener alguna razón de ser. Es decir, que al final los cupos y ventajas a los nacionalistas se deciden, no por la estructura, sino por la coyuntura y los desequilibrios que finalmente soporta la mayor parte de España se deben sólo a las necesidades políticas o electorales del momento y a la aritmética parlamentaria. O sea, pura efervescencia envuelta en el papel couché del hecho diferencial que termina siendo en realidad un malabarismo político y un intercambio de necesidades. Nada romántico ni admirable: la partida de cada día para ir ganando la legislatura y sobrevivir.
No sé si me explico. En absoluto pongo en duda la historia, ni los territorios, ni los diferenciales autonómicos que unos tienen y otros no, sino que el sistema se organice después de todo en base a la improvisación de cada día y las grandes decisiones dependan de los apaños del momento para salir del paso al día siguiente. Esta parte del edificio hace aguas hasta el punto de que ha sido desbordada por esa voracidad nacionalista tan nefasta que nos ha llevado al punto de efervescencia fanática en Cataluña y que tanta gente se haya quedado ciega y sorda ante la pura estupidez de ese hombre Puigdemont. Que un loco o un sectario radical lo sea no contiene mayor inconveniente: el problema está en que un gran agujero negro se haya instalado en una sociedad que, en una parte significativa, compra ese discurso iluminado y está dispuesta a morir con él. La democracia española ha ido dejando a los nacionalismos espacios cada vez más abiertos y flexibles por razones de oportunidad política y por quitar el hambre electoral de cada día y eso ha creado un monstruo que ya es inabarcable y siempre quiere más, impulsado por la propia debilidad de un sistema que va perdiendo integridad moral y argumentos.
Que haya españoles que se crean de verdad mejores o diferentes a los otros, o sencillamente con más derechos y banderas, tiene que ver tal vez no tanto con un problema de origen en la Constitución y la democracia del 78 sino con un desarrollo perverso y excesivo del sistema que ha superado todas las fronteras porque nadie ha puesto límites o los ha ido llevando más allá cada vez que lo ha necesitado. En el fondo es un problema de educación, una puerilidad general en la que todo el mundo ha ido cayendo según venía a cuenta. El resultado es el monumental disparate en el que vivimos: un país contagiado por el virus nacionalista, que divide todo por diecisiete y al que le estiran las costuras por todas las autonomías. Y Castilla-La Mancha cuarenta años pobre: al despertar, el dinosaurio siempre sigue ahí.