Ese no sé qué de la vida en sepia
No sé muy bien por qué pero llevo un tiempo abandonado a cierta melancolía. El otoño, en todos sus sentidos, tiene estos despistes de ánimo o tal vez sea una de esas rachas de viento enfurecido y antipático que nos llevan sin querer por los terrenos abonados de la añoranza y el tiempo y los tonos grises. Es más probable, sin embargo, que en realidad lo que ocurre es que echo de menos a según qué personas que están un poco lejos, que van y vienen y van, y a las que amamos tan intensamente que siempre quisiéramos tener aquí pegadas, corazón con corazón. Y tal vez también que la vida nos ha cambiado tanto que ya no somos los que fuimos, que deseamos volver a los de entonces y, siguiendo aquí, un día dejaron de ser y todo está ahora helado y turbulento y sin risas. Paraíso perdido o en trance. Diciembre tiene estos arranques melancólicos, pero empiezo a maliciarme que esta lluvia gris desapacible que llevo por dentro no es una tormenta ocasional de temporada, sino una descarga de ventisca de mayor profundidad. De pronto este frío y ya no somos tantos ni tan adorables, y empiezas a pensar que tendrás que vivir con ello.
A veces la vulgaridad de la vida se hace insoportable pero yo, de natural, soy un optimista. Quiero serlo: un tío positivo. Y un voluntarioso que cree en la vida por encima de todas las cosas y en la gente alrededor y en la belleza como la mejor condición del ser humano, el impulso generador del progreso, o sea la magia que todo lo hace funcionar y da sentido a la vida, siempre hacia adelante. Dentro de cada uno de nosotros hay un estado de eterna infancia que, si se pierde, termina por desorientarlo todo y entra en derroteros desconocidos y turbulencias, pero si la llama no desaparece queda siempre un poso de alegría que nos hace mirarlo todo con la esperanza y la fe que necesitamos como una religión al menos los que no tenemos otra religión. Siempre he necesitado, desde chico, agarrarme a mi propio salvavidas, y nunca he sabido si yo también tenía un ángel de la guarda, pero hice siempre todo lo posible por ver el lado bueno de las cosas, y tal vez fuera ese notable acontecimiento mi propio ángel de la guarda: es decir, que lo agradezco eternamente a quién corresponda. A Dios, a mi familia, al amor de mi vida o a quien sea.
Pero llevo un tiempo frío y desconcertado, siempre en otoño, siempre en diciembre, siempre nuboso. Turbulento: pensando en blanco y negro, mirando las fotos en sepia, hablando de pasado, añorando los agostos eternos, las intensas madrugadas, los largos cafés, las conversaciones interminables, el genio de esa vida cotidiana que no quieres nunca abandonar y en la que cada día buscas la siguiente zambullida. Ese no sé qué que siempre estaba y no soy capaz ahora de encontrar. La vida en cada árbol. Llevo un tiempo soñando con la oscuridad y últimamente me da con más frecuencia de la habitual por mirarme en el pasado y ver que se ha roto ese continuum en el que ingenuamente creía vivir, aunque espero que no para siempre esa ruptura, que sólo sea temporal y que únicamente se trate de una llovizna maliciosa. La vida en sepia es maravillosa pero sólo cuando forma parte de tí cada mañana al despertar porque lo que añoras de ayer lo volverás a tener dentro de un rato y un poco después. Y mañana y al día siguiente.
Así que iremos viendo.