Está claro que España se rige desde el setenta y ocho por un sistema de democracia parlamentaria matizado por unas leyes electorales y unas leyes no escritas, pero tácitamente aceptadas en el funcionamiento interno de los partidos, que acaban imponiendo sobre el sistema un funcionamiento de régimen partitocrático de hecho.

Los diputados según la Constitución, no están sometidos a mandato imperativo alguno, por lo que teóricamente sólo son responsables de su actividad parlamentaria ante sus electores. Eso, en la práctica, queda reducido a la disciplina de partido. Un diputado puede saltarse una decisión tomada por el grupo parlamentario, pero sabe que automáticamente será sancionado hasta la expulsión y su carrera política corre serio riesgo a partir de entonces. Conservará su acta de diputado hasta que acabe la legislatura, pero no volverá a aparecer en las siguientes listas electorales. Es una forma como otra cualquiera de ritualizar el harakiri político. Hacer carrera en el escalafón partidista, que va desde concejal de pueblo a eurodiputado, requiere ante todo tener claras cuales son las reglas del juego internas. Tus electores pierden su mandato en cuanto entras elegido dentro de una lista. Así de claro.

En España, los únicos que pueden exhibir su acta una vez elegidos con una autonomía, que también habría que matizar porque las fuerzas internas siempre están ahí, son los alcaldes y los presidentes autonómicos. Pablo Tello, un alcalde de Talavera que se las tuvo tiesas con Bono y que al final abandonó el PSOE para fundar su partido local, lo tenía muy claro: "Un alcalde con votos tiene mucha más fuerza que un ministro".

Aunque en política nunca se puede aventurar más allá del presente, está cada día más clara la que puede ser la última batalla de Page. La batalla contra la singularidad, ese eufemismo, como tantos otros tan trumpistamente elaborado en la factoría de Sánchez, con el único fin de seguir manteniendo los siete votos de los que cuelga desde el principio la legislatura del marido enamorado de Begoña.

García-Page, como Pablo Tello o Florentino Carriches, por citar otro alcalde de Talavera del lado pepero, ha tenido claro desde hace muchos años que si gana elecciones en Castilla-La Mancha, y lo sigue haciendo, es a pesar de lo que suponen para muchos que le votan las siglas del PSOE y el secretario general que mueve sus decisiones a su antojo. En ello está, y lo va a estar en los próximos meses, cuidando a su electorado y rehuyendo a la vez una batalla interna dentro de su partido que en la actual situación, con los mecanismos desplegados desde el ascenso al Olimpo de Sánchez, sabe que tiene perdida.

Su batalla ahora, contra los privilegios de los chantajistas y el chantajeado que se presta a pagar el precio, es inaplazable. Page lo tiene claro. Rehuir el choque sería perder la única fuerza que en España sostiene a alcaldes y presidentes autonómicos: los electores.