La inutilidad de Bélgica y todo lo demás
Cuanto rodea lo relacionado con Cataluña es confusión y patraña. Dentro y fuera. Existe una fuerte ofensiva contra la Unión Europea y, como ocurriera en los años treinta en España, se alimenta la descomposición territorial. Ya contamos con material para poder entender lo que está sucediendo. En una manifestación, ante la Embajada de España en Rusia, un líder menor ha expresado lo que no manifiestan, aunque lo compartan, lideres mayores. Un tal Zhirinovski, diputado en la Duma rusa, lo ha dicho con la ligereza que aporta saberse minoritario: “Defenderemos a Cataluña, Escocia, Gales. La desintegración de Europa nos beneficia”. Es la política internacional en estado puro, a la que prestamos poca o nula atención. Nos movemos más seguros en nuestro gallinero. Tampoco son fantasías las declaraciones del señor Urkullu sobre el asunto de Cataluña. O la narración del periodista Enric Juliana, publicaba el día 5 del corriente en La Vanguardia. De ser cierto, y nadie lo ha desmentido, lo que sucede en Bélgica y aquí sería de una inutilidad absoluta.
El lehendakari -según el periodista-, varios empresarios, algunos intelectuales y, en la mejor tradición carlista, algún obispo que otro, habrían avalado que Puigdemont convocara elecciones, pero de acuerdo con la legislación española. Si ocurría el Gobierno se comprometía a rebajar la aplicación del artículo 155 de la Constitución. El objetivo, recuperar la normalidad. El compromiso también incluía constituir una mesa de diálogo para buscar soluciones de futuro. En parecida onda se movían Miquel Iceta, en contacto fluido con Soraya Sáenz de Santamaría, o Santi Vila con Ana Pastor, presidenta del Congreso de los Diputados. El acuerdo era total en las primeras horas de la mañana del día 26 de octubre. Día clave del presente, del pasado y, tal vez del futuro, que no se debiera ni obviar, como se está haciendo, ni olvidar. El propio Puigdemont llamó al Sr. Urkullu para confirmarle que iba a disolver el Parlamento y convocaría elecciones, aunque la formula no le gustaba. Sin embargo, a lo largo de esa mañana las presiones de la CUP y ERC arreciaron. Comenzaron los gritos y las amenazas de rigor, presiones que se niegan y se sustituyen por paz y amor. El acuerdo, gestado por el propio Urkullu y reforzado por Joaquín Coello, Marian Puig, Juan José López Burniol y Emilio Cuatrecasas, entre otros, naufragaría hacia las dos de la tarde. Puigdemont no soportó la tensión. No aplicaba unos acuerdos que nos conducían a una realidad menos delirante que la actual.
Si la narración no es una ficción del periodista citado, y parecen confirmarlo unas declaraciones de Urkullu en YouTube, todo cuanto está pasando podría haberse evitado. Lo que no queda claro es el papel que está desempeñando Bélgica, aunque lo más probable es que sea una de las continuas peleas entre los integrantes del Gobierno de aquel país que, con dificultades, mantiene la estabilidad. Así que válvula ajena de escape para tensiones propias. Ahora se lanza queroseno al incendio de las emociones de un lado y de otro, mientras se libran feroces batallas entre los partidos políticos en Cataluña. Todos, como zombis sin realidad, quieren morder votos del otro, dejar en la cuneta a los competidores y eliminar a los menos fanáticos. Se buscan listas de pretorianos y sustitución de la democracia de partidos por movimientos unitarios. Totalitarismos hay que se presentan como democracias. Puigdemont, a todo esto, se ve entre la nada o la heroicidad. Teatro de supervivencia. Es el miedo de un personaje a que se le considere un “botifler” (traidor), palabra terrible de uso abundante en Cataluña, lo que nos trae de cabeza.