Casta y caspa
¿Cuánto tiempo tiene que transcurrir o qué acontecimientos deben pasar para que quienes fueron combatientes activos contra “la casta” pasen a formar parte de ese nefando club? ¿Deberán confluir al menos tres galaxias en un mismo derrotero o 15 planetas en una órbita homogénea? ¿Qué proporción de configuraciones algorítmicas deben coordinarse entre sí en un proceso de combinaciones ilimitadas? Si nos atenemos a los hechos cotidianos las preguntas y su formulación serían un absurdo abstracto e incontestable. El asunto es cómo tratar en un artículo un tema que, no hace mucho tiempo, sirvió, como dice el tópico, para derramar ríos de tinta. ¿Quién no hablaba de la casta? ¿Ya no recuerdan cómo cualquiera podía ser tachado de ser o pertenecer a la casta? Aquellos intrépidos “muyahidines” anti- casta ya forman parte de ella. Y cuando nos poníamos finos hablábamos de “élites”. Unas élites que serían derribadas por el pueblo en un “Black Friday” revolucionario. De aquellas revueltas de grandes almacenes en épocas de rebajas nos queda que las élites demócratas de los EE.UU. han sustituidas por los representantes de grandes capitales y los familiares de Trump en una alianza similar a la de Berlusconi. En Francia gobierna Macron, un genuino representante de las élites neutras, que siempre se colocan donde cae el poder. Ambos vocablos han desaparecido del habla corriente o de los medios de comunicación. Es como si no existieran. Por si la Real Academia hubiera retirado las dos palabras hice la consulta adecuada y, oooh…. aaah… uuufff… permanecían en el diccionario y en el lugar que les corresponde.
No ha pasado tanto tiempo en el que jovencitos burgueses, o no tan jovencitos, pero si burgueses, con sueños de una revolución que a ellos no les afectara, en cualquier discusión o debate acusaban a su oponente de ser miembro de “la casta”. Y, ocasiones se adjuntaba, en una versión eufónica, el vocablo “caspa”. Casta y caspa se aliaban en un “mix” revoltoso para arrinconar a quien no pensaba lo que estaba de moda pensar y para declarar fracasada la Transición, la falta de representatividad de los políticos y lo “viejuno” de los argumentos que cualquiera, sumemos otro tópico, con dos dedos de frente, sostenía sobre la crisis de España. En su discurso de ribetes rompedores la Constitución de 1978 –algunos/as todavía sostienen que cada generación debe hacer su Constitución-, los protagonistas defensores, simpatizantes o ciudadanos anónimos que colaboraron en la aventura, incierta entonces, de cambiar una dictadura por una democracia, pertenecían todos a la casta y, muchos, a la caspa. Tales palabras se han esfumado del lenguaje cotidiano, aunque hayan aparecido otras. Pero debo céntrame y aquilatar la interrogación. ¿Los cargos públicos, concejales, diputados, senadores, consejeros de Comunidades Autónomas de Podemos y otras confluencias y meandros son ya casta o élites extractivas? ¿Pronuncian discursos casposos, cuando dicen las cosas que dicen? ¿Es casta la representante en el Congreso de los Diputados, elegida por la circunscripción de Toledo, impuesta con el más casposo de los cunerismos, remedo del siglo XIX? ¿Saben algo de ella sus votantes? Alejarse de los ciudadanos y del pueblo, ¿no forma parte del comportamiento de la casta? Lo que nos preocupaba tanto desapareció de la opinión pública y de los medios de comunicación. Nos inquieta lo que alguien quiere que nos inquiete, votamos bajo la influencia emocional del momento, nos comportamos como alguien quiere que nos comportemos. Ahora toca Cataluña, pero de Cataluña no rozamos ni el fondo. Molan las anécdotas, los gestos, las superficialidades. Repetimos, como loros mecánicos, los lugares comunes, las expresiones al uso, los discursos banales. Somos marionetas, movidas por agencias de opinión, grupos de presión e intereses desconocidos.