Cuando el río no suena
Que buena parte de este país es un secarral es algo que solemos olvidar hasta que una sequía como la actual, más larga, más dura y que ha llegado más al Norte, nos lo hace de nuevo presente, aunque no sea a todos de igual manera. Cuando a algunos ciudadanos les llega la recomendación de llenar los cacharros porque se va a cortar el grifo de 6 a 8, muchos agricultores ya hemos perdido las cosechas y muchos ganaderos llevan meses y meses alimentando a las reses con piensos y llevándoles agua con cisternas porque, ni quedan pastos, ni corren las fuentes.
Será el cambio climático, o no lo será… pero el Sáhara es como si se sintiese cada vez más cerca. Podemos consolarnos pensando que los veranos más largos y más cálidos, las lluvias más escasas y los inviernos sin nieves son anécdotas en un enigmático ciclo climático. Pero cada vez hay que tener más cuidado con las plagas y las enfermedades que nos vienen del Sur (y eso es porque cada vez nos parecemos más) y cada vez echamos antes a vendimiar, a cosechar y a coger aceitunas. Es así.
Y como siempre, mientras llueve andamos despreocupados cual cigarra y cuando el río deja de sonar esto de que somos un país de secano en un 80 %, nos pilla por sorpresa y con la planificación hidrológica tardía y chapucera. Entonces empiezan las urgencias y, para calmar ánimos, el Ministro o Ministra de turno vuelve a rescatar el Gran Pacto Nacional por el Agua, cuyo anuncio es recibido con parabienes y alharacas generalizadas. Natural que sea así, porque cada uno piensa en pactar que los demás le cedan a él el agua que necesita.
Luego la cosa se complica, claro. Porque lo el tema del agua políticamente es oro puro, dúctil y maleable, que puede deformarse y estirarse como convenga para amorterar intereses frente al enemigo común, ya sea para gritar “se la llevan” o “no nos quieren dar”. Y, así, el personal está entretenido hasta que llueve.
Mientras tanto, echamos un vistazo a la realidad hidrológica y lo que vemos es desolador. Un Ebro en su mínima expresión que se ha podido cruzar este año caminando a la altura de Zaragoza. De ese río se han alimentado con demagogia los sueños y utopías de miles de personas que viven a cientos de kilómetros de su recorrido y de su desembocadura.
En el Duero, este año, le hemos visto las orejas al lobo y hemos comprobado las deficiencias de gestión.
El Tajo está desangrado. En la cabecera los pantanos de Entrepeñas y Buendía son hoy poco más que un lodazal a base de trasvasar agua al Levante, no ya como si no hubiera ley, sino como si no hubiera un mañana. El río, a su paso por Aranjuez, Toledo y Talavera es un sumidero, con un caudal ridículo de algo que ni se parece al agua.
El Guadiana aún sobrevive en la parte extremeña de la cuenca, pero más arriba agoniza tras el fracaso de un Plan Especial del Alto Guadiana, que nació con Cristina Narbona para intentar poner orden en los acuíferos, que murió después con los incumplimientos presupuestarios del Gobierno socialista y al que los Populares dieron sepultura con gusto.
El Guadalquivir lo han convertido en el coto privado de la Junta de Andalucía y ahí andan haciendo equilibrios entre la creciente demanda de la riqueza económica de los olivares intensivos de Jaén y Córdoba y la riqueza ecológica de Doñana y las Marismas.
Y en el Segura, se hallan angustiosamente entre la espada de un trasvase política e hidrológicamente moribundo y la pared de su propia sed, inagotable, que no se sacia con el agua cara de unas desaladoras funcionando a medio gas.
Nos hemos aprendido el tantra del “agua para todos” y que el problema se soluciona llevando agua “de donde sobre a donde falta”. Lo que sucede es que siempre tenemos claro “de donde falta” pero “de donde sobra”, cada vez menos.
Nadie dice que esto sea fácil. Demasiados intereses encontrados. Lo sé. Pero la regulación hidráulica es competencia del Estado y por desgracia tenemos un Ministerio especialista en vender humo y hacer acuerdos virtuales, con foto incluida en la escalera del Caserón de Atocha donde aparecen sonrientes arropando a la Ministra gentes de buena fe, pero también mucho estómago agradecido y mucho postulante a beneficiario de alguna subvención. Por allí están pasando ahora los usuarios, ecologistas, consejeros, alcaldes, porque el Ministerio está en “fase de escucha” con lo del Pacto Nacional del Agua. Me temo que la ilusión durará lo que dure el flash cegador de la foto y que cuando recuperemos la vista nos toparemos con la dura realidad de un presupuesto del Ministerio en inversiones que se ha reducido en más de un 60 % en los últimos 8 años y que, además, es el capítulo con una ejecución más baja. ¡Y eso que según la instrucción del caso ACUAMED presuntamente se inflaban los contratos y facturas!
¿Hace falta consenso? Sí, sin duda. Pero sobre todo más inversión en infraestructuras, tanto del Gobierno central como de los autonómicos y poner a la cabeza de los organismos gestores a profesionales que sepan en esto del agua lo que se llevan entre manos y no que se sepan llevárselo entre las manos, que es otra cosa.
En cualquier caso, no nos engañemos. No es sólo una cuestión de política hidrológica. Si en un país de secano como el nuestro, la salida que nos ofrece la política agraria, toda ella liberalización de mercados, es competir con el resto del mundo a base de producir más kilos y más litros y a menos precio, la única duda que nos queda por despejar es si nos vamos a quedar antes sin agricultores o sin agua. Pongamos remedio antes de que ocurra cualquiera de las dos.
José Manuel de las Heras. Coordinador estatal de Unión de Uniones