El atajo no es sobrevivir: la lección de los niños de Colombia
Seguro que en algún momento han cogido un atajo para llegar antes. ¿Y les fue bien? A veces caminamos en círculos pensando que es el camino correcto, y cuando nos damos cuenta de nuestro movimiento circular escogemos una salida y atajamos pensando que hemos perdido el tiempo. Entonces creemos que vivimos, pero en verdad sobrevivimos.
Porque sobrevive aquel que se sobrepone a duelos de afecto o vitales; o quien le gana la batalla al miedo y la escasez; o aquella que mantiene la sonrisa aun cuando no llega el saldo de la tarjeta para comprar la cena; o aquella otra que mira a la muerte a los ojos.
La lección de esos cuatro niños en la selva de Colombia nos encoge el pulmón. Cuarenta días perdidos en las entrañas de la fronda. Decía Charles Darwin que: «El hombre puede vivir unos cuarenta días sin comida, unos tres días sin agua, unos ocho minutos sin aire, pero solo un segundo sin esperanza». Y estos cuatro héroes no eran hombres, eran solo unos niños.
La cuestión es que todos estamos sobreviviendo a afrentas demasiado complicadas, pero somos adultos y nos han enseñado con herramientas vitales y no con tutoriales de YouTube que, dicho sea de paso, están geniales para lo práctico, pero que no solucionan afectos ni nos muestran enseñanzas vitales. Y, aun así, a veces andamos más perdidos que ubicados en nuestro vivir.
Pero es en nuestros jóvenes y niños en los que ahora pienso. No están preparados para sobrevivir en la jungla de sociedad en la que les hemos colocado, donde la competencia, las redes y falta de profundidad les está llevando a un alto voltaje de insatisfacción y frustración en la inmediatez, a problemas de salud mental que en el futuro abrirán brechas aún mayores. Ver en estos pequeños cómo sus congéneres indígenas los han preparado para sobrevivir es para pararse a pensar un poco, digo yo, y debería hacer que nos cuestionáramos si nuestros vástagos podrán sobrevivir —en mi deseo diría vivir— en el futuro que les espera.
Tengo una anécdota bien llamativa que viene al caso. No hace tanto, me comentaba una amiga en relación con sus sobrinos que estaban alucinados porque ellos, con dieciséis y doce años, eran los únicos de sus compañeros que convivían con sus abuelos, octogenarios y enfermos de Parkinson y Alzheimer, situación que, dicho sea de paso, la familia puede lidiar de puro milagro y por cesión en otros terrenos vitales. Imposible en la mayoría de los casos en la actualidad. Sus amigos van de vez en cuando a la residencia para visitar a los suyos. Son una excepción a la regla. Y es una regla que nos trae bienestar para nuestros mayores y nosotros, pero no deja de hacernos ciegos al hecho inexorable de que, si tenemos vida, también envejeceremos, y no nos debe quedar ninguna duda de que nosotros, si la economía y las políticas sociales lo mantienen, también residiremos en ellas.
Pero nos perdemos la sabiduría y la experiencia que toda una vida deja en ellos, nos perdemos el conocimiento verdadero de cómo ellos fueron sobreviviendo a su propia jungla, yendo con las alforjas llenas de ansiedades que no podemos compartir con quienes supieron aligerar las suyas.
Estamos atajando tanto en nuestra individualidad que el compartir se hace cuesta arriba; el entender a los otros, un inmenso esfuerzo; el escuchar, una práctica inusual y hemos de tener presente que tenemos un tiempo determinado para enseñar todo eso.
No quiero que mis palabras suenen catastrofista ni negativas. Todos hemos saltado de alegría cuando hemos escuchado la gran noticia de la aparición de estos cuatro niños, o deberíamos haberlo hecho. Pero tal hazaña no puede quedar en anécdota o noticia efímera, debe hacernos recapacitar un poco sobre cómo estamos enseñando a nuestros niños a sobrevivir en su propia selva, y aún más, cómo lo estamos haciendo nosotros.
No atajemos donde se necesita hacer el camino completo.