Un tren, un camino y un destino
Todo viaje comienza con un punto de salida, una estación en el centro neurálgico de la vida de cada persona. El mío estaba el pasado viernes en Madrid, esa ciudad que duerme poco y siempre está en constante movimiento. Donde una sueña ver lo que antes no pudo y donde comenzar a andar la vereda de un trayecto ilusionante.
Al poner un pie en la Estación de Tren de Chamartín toda la magia pareció desvanecerse. Los ruidos imposibles de las obras, taxis y otros análogos cargando y descargando viajeros, y un viento que, sin pedir permiso, me enharinó como a una pescadilla, me devolvieron a una cruda realidad que no hacía nada especial mi viaje. El maldito bolso resbalando sin compasión por el hombro constantemente y un maletón que bien pudiera ser el baúl de la Piquer -no fuera que me faltase qué ponerme o complemento absolutamente necesario y que nunca llego a usar- me quitaron todo el glamour que me creí desprender. Lo sé, el ir cargada es un defecto de fábrica que no logro corregir.
Pues sí, en tales circunstancias y clavada como un pino en la planicie antes de entrar a la estación, la magia que invadía mi idílica ilusión pareció despedirse de mí. Pero esa cobardía y arrebato de absurda realidad me hizo mirar más allá. Y al girarme reparé en la cantidad de personas que con bultos imposibles o sin ellos, se arremolinaban a mi alrededor para buscar la entrada, algunos por la prisa arrollando todo lo que a su paso se encontraban, pidiendo perdón como en un disco rayado; para otros mayores, la fatiga y el desconcierto les hacía caminar despacio, sin saber muy bien si era a su izquierda o su derecha, o simplemente ir hacia delante sin rumbo fijo. Habiendo en todos ellos un motivo por el que emprender o terminar ese viaje. ¿Cuál? Imposible de saber, pero curioso de mirar.
Una vez dentro, pasada la maleta, el bolso y la chaqueta por los lugares de rigor y ver mi tren en las pantallas, tocaba conseguir un asiento donde esperar a que mi Ave tuviera asignada una puerta por donde llegar a mi anhelado tren.
Y fue en ese momento cuando la magia llamó por sorpresa y no me abandonó hasta el final de mi viaje. Mis ojos vieron más allá de la cotidianidad de una espera para tomar un tren. La estación se convirtió en mi particular Torre de Babel, yo insignificante de nuevo plantada en mitad de la nada, estaba rodeada de mayores, niños, nacionales y extranjeros, con lenguas que era incapaz de interpretar y, sin embargo, entendiendo a la perfección el idioma universal de los gestos. Los había que se manifestaban pacientes, otros agobiados, cansados y grupos felices por una ida o una vuelta que yo desconocía pero que implícitamente estaba presente. Ellos no sabían mi ida ni cuando se produciría mi vuelta, pero comencé a hablar con mis gestos, y ello me provocó una sonrisa de complicidad conmigo misma. Yo también era como ellos, una más con un bolso incómodo y un maletón.
Asomé mi nariz por una de las puertas y las lanzaderas de alta velocidad, preparadas con su vagón puntiagudo de máquina, me miraron implacables, mandándome esperar a emprender el viaje. Nadie sabe que pasará, si su asiento será el pensado o si los compañeros de viaje lo harán breve o interminable.
Pero nada es como parece, ni como lo imaginaste, la ensoñación lo hace todo perfecto, es como la mejor de las canciones nunca escrita para ti, pero una vez dentro, ¡vaya no hay azafatas preciosas! ¡ni puedes comprobar si el capitán quita el hipo! Pues no lo es, es mucho mejor. En cada asiento hay una vida, un camino, un fin determinado por el que viajar al mismo lugar que tú.
De pronto y frente a los pasajeros de mi fila, se encuentra el baño y en él, se mete una pareja. Los dos altos, ¿cómo es posible que quepan si mi bolso y yo no cabemos ni de canto? Pues ellos sí, y más de 20 minutos. ¡Con el olor a líquidos varios recocidos y moqueta añeja que hay en dichos aseos! Y es que en las cosas del amor y el deseo las fantasías se hacen realidad. Y el viaje hacia un destino tantas veces repetido cobra vida propia, la de cada uno de nosotros.
Así es la vida, unas veces más imaginada que vivida, callada que compartida, porque a cada realidad la dotamos de falta de magia, de fantasía, de belleza. Porque perdemos el oremus por un poco de viento con arena que nos ciega los ojos, porque somos absurdos en no querer disfrutar de cada camino que emprendemos. Pero cuando miras que en cada viaje que inicias cada día, la otra cara de la vida se te presenta frente a tus narices, y te das cuenta de cuánto tiempo es perdido y qué poco es gozado.