"Casi nada es para tanto", un artículo del manchego José Mota en El Mundo que hay que leer
Entre ruidos, luces, y un ir y venir a no sé dónde, cada noche, cuando echo las persianas de mi pensamiento, logro visualizar a aquel niño que fui y que me recuerda, inexorablemente, la importancia de que la sonrisa no se desinstale de mi cara, y menos si es para vestir un traje que no es de mi talla. Algo en mí se empeña, cada noche, abrazado a mi almohada, en no cambiar un ramo de sonrisas por un manojo de preocupaciones.
Desde que tengo uso de razón, siempre recuerdo haber abrazado el humor como si fuera la tabla de salvación de todos mis problemas y como la guinda que remataba todas las tartas de mis pensamientos. El humor acabó convertido, por necesidad, en el inevitable burladero donde refugiarme de las embestidas de la realidad. El humor me permitió moverme por el albero sin recibir una cornada. De manera inconsciente, me convertí es un espectador, que miraba con idéntica curiosidad al ruedo y al graderío. Supongo que, de alguna manera, todos buscamos ese burladero. Y burladero viene de burla, de broma, de comedia.
Cuando aquel niño, desde su parapeto, observaba las faenas de aliño de los grandes de la época, siempre sucedía algo inexplicable. En el momento en que, en la televisión de entonces, aparecían Gila, Tip y Coll, Andrés Pajares, Fernando Esteso, Tony Leblanc o Antonio Ozores, estallaba la magia. Literalmente, el mundo se paraba. Y, con el mundo detenido, el humor se colaba en el aire, impregnaba las respiraciones e inundaba los pulmones. Y cuando sonaba el teléfono de la imaginación, siempre se oía aquello de "¿está el enemigo? ¡Que se ponga!".
En la guerra de Gila la batalla la perdían los dos frentes y la ganaba la esperanza. Gila siempre fue el abrazo que nunca nos dimos, la burla de la vida, la patada en la cara y el empujón a lo establecido. Las balas que disparaba Gila eran metralla que curaba el alma, el bálsamo en las heridas de la tristeza, el ungüento que conseguía que todos nos mirásemos en el mismo espejo, y que lográsemos digerir el monstruito que cada uno de nosotros llevamos dentro.
A medida que el niño se convertía en adulto, el paisanaje de sus referentes se fue despoblando, cada vez que se marchaba alguno de los más grandes. Fueron otros, entonces, los que saltaron al ruedo de la sonrisa. Martes y Trece, Faemino y Cansado, Los Morancos, Pedro Reyes o Chiquito de la Calzada se encargaron de recoger el legado de Gila y disparar las balas que acarician el alma. El humor siguió siendo el bálsamo de la tristeza.
Todo aquello debería ser trasladable a nuestra realidad actual. Necesitamos el humor como el verano necesita al botijo, el mosquito al turista o el guantazo al pescuezo. El humor nos eleva sobre la vida misma y nos la hace contemplar a vista de pájaro. El humor nos libera y nos redime. Cada vez que se hace un chiste, siento que el mundo se vuelve un poquito mejor. El humor nos acompaña, constante y testarudo hasta el último instante. La muerte solo es el último chiste que nos cuenta la vida.
Hasta hace poco más de un siglo, los científicos relacionaban el humor con la medicina. Los humores eran cada uno de los cuatro fluidos que recorrían el cuerpo humano: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema que, además, se correspondían con los cuatro caracteres humanos básicos: el sanguíneo, el colérico, el melancólico y el flemático. Cuando un humor era el causante de alguna enfermedad, se hablaba de humor pecante. Sin embargo, cuando la persona tenía equilibrados esos humores, se decía que estaba de buen humor. En nuestros días empieza a ser cada vez más común el humor pecante. Se peca, precisamente, de falta de humor. De buen humor. Para que al sanguíneo, al colérico, al melancólico y al flemático, los sustituyan el empático, el campechano, el espontáneo y el simpático. Sólo con el humor vamos a poder ver la otra cara de la moneda. Esa moneda que nos empeñamos en que solo tiene cruz.
El humor nos ha ayudado siempre a digerir la vida. El humor nos estabiliza y nos da la serenidad para no alterarnos con la realidad. Una realidad que, a cada uno, nos afecta de una manera diferente. Hay una línea recta que va desde la frivolidad hasta la seriedad. Para el serio, no se debe bromear con nada, todo es intocable y cualquier cosa es ofensiva. Para el frívolo en cambio, nada merece respeto, de todo puede reírse uno y hasta lo más profundo soporta una carcajada. Afortunadamente hay muchos términos medios. En esa línea recta, entre lo serio y lo frívolo, se sitúan cada uno de nuestros sentidos del humor. El sentido del humor de un hombre, acaba en ese punto en el que una broma le resulta molesta.
Estamos en los tiempos de navegar por esa línea recta. En los tiempos de frivolizar con lo terrible y tomarnos en serio las sonrisas. No hay nada como una buena carcajada para oxigenar la inteligencia, para desintoxicar la alegría y para despejar los silencios. A medida que aprendemos a reír con menos motivos, nos vamos volviendo más y más libres. Nunca es un mal momento para arquear los músculos de las mejillas.
Aprovechemos, además, que somos un pueblo que sabe reír, que ríe a conciencia y a pierna suelta. Cuentan que Ronald Reagan estaba dando una conferencia en Japón y un traductor iba traduciendo cada una de sus palabras al japonés. En un momento determinado, el presidente de EEUU soltó un chiste. El traductor lo trasladó al japonés y todos los presentes soltaron una sonora carcajada. Al finalizar la conferencia, Reagan felicitó personalmente al traductor por lo bien que había traducido aquel chiste y aquel buen hombre le respondió: "El chiste no tenía traducción. Yo les he dicho 'Aquí ha soltado una broma' y todos los japoneses se han reído, por educación".
En España nunca nos reímos por educación. Si soltamos una carcajada es porque nos sale del alma; porque llevamos el humor en el fondo de nuestra cultura; porque nuestro idioma lo han alimentado los Quevedo, los Jardiel o los Arniches, y lo han dibujado los Tono, los Mingote o los Ibáñez. Reírse en España siempre fue un presagio y hoy corre el riesgo de convertirse en un recuerdo.
Por eso hay que mirar a los nuevos caminos del humor, a los que desgranan sus monólogos, los que generan los memes, los que disparan los tuits. Hoy ya nadie compra cintas de chistes en las gasolineras; pero todos tenemos acceso a los canales de YouTube. Lo que antes corría de boca en boca, ahora corre de smartphone a tablet. El humor está aprendiendo hasta a reírse de sí mismo. Por eso, cada noche, abrazado a mi almohada, me empeño en no cambiar un ramo de sonrisas por un manojo de preocupaciones. Cuánto bien haríamos los españoles si nos pusiéramos esa tarea diaria. Si estuviéramos dispuestos a perder las batallas y a dejar que ganase la esperanza. Si lanzásemos balas para curar heridas y entendiésemos que tenemos poco más que la risa para enfrentarnos a la vida. Si fuéramos capaces de reírle las gracias al destino y si siempre tuviéramos la sonrisa dispuesta.
Qué distintas hubieran sido las últimas crisis políticas si cada protagonista se aferrase a su almohada y decidiese convertir las preocupaciones en sonrisas. Si los partidos apostaran por la alegría y los políticos se lanzasen chistes en lugar de insultos. Y no se trata de ser frívolos ni de tomarnos a broma la política. Se trata de que el humor pecante no sea la falta de respeto. No se trata de reírnos por educación, sino de estar educados para reírnos. Se trata de que se vuelva a parar el mundo. Se trata de abrazarnos a la risa.
Porque, al fin y al cabo, casi nada es para tanto.
José Mota es humorista, actor y guionista. Artículo para el diario El Mundo