Un anciano está en su casa. Tiene la mirada perdida y el rostro arado por unas fuertes arrugas. Ha envejecido demasiado pronto a causa del miedo. Un relámpago inunda de luz su habitación. ¿Ha sido un trueno o el flash del champiñón atómico? El hombre entra en pánico y se esconde bajo una manta, temblando. Al final sólo era una tormenta. El pánico al desastre nuclear lo ha convertido en una persona paranoica y vulnerable. Cada estruendo le obliga a echarse al suelo. Es la historia de Crónica de un ser vivo.
El título de la película en inglés fue I Live in Fear, cuya traducción literal sería Vivo con miedo, algo mucho más ajustado a la realidad que Akira Kurosawa quiso retratar en la película: el terror al desastre nuclear. El cineasta rodó la historia en 1955, diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, en un Japón devastado y humillado por Occidente, y sobre el que aún pesa el fantasma de Hiroshima y Nagasaki.
Diez años después del estallido de las bombas atómicas, la población comenzaba a notar sus efectos secundarios: proliferaron el cáncer y la leucemia; la pérdida de pelo y otras enfermedades raras eran cada vez más habituales; había una ansiedad desmedida, conpersonas traumatizadas hasta tal punto que no querían comer pescado seco porque les recordaba al olor de los cuerpos quemados o que vivían excluidas porque se creía que portaban enfermedades contagiosas provocadas por la radiación. El clima local también cambió y las cosechas dejaron de ser prolíficas. ¿Había agua envenenada? ¿Qué pasaba con los alimentos? El terror sembrado por la incertidumbre generó una sensación de pánico colectivo.
Las consecuencias del miedo
Precisamente ese contexto de miedo justificado es el que retrató Akira Kurosawa en Crónica de un ser vivo, un brillante y sutil alegato a favor del desarme nuclear. Presentó la historia de un influyente empresario, otrora un enérgico y viril japonés de clase media (no en vano el cineasta escogió a un vigoroso Toshiro Mifune para interpretarlo) convertido en un hombre paranoico y miedoso que se comporta un lunático y que padece brotes de miedo "irracional" e infantil. El terror al desastre nuclear lo transforma en un ser desquiciado al que tampoco le ayuda estar rodeado de casi una decena de hijos que sólo lo quieren por su herencia.
La película abre dos caminos paralelos: en uno de ellos Kurosawa condena la proliferación del armamento nuclear y las consecuencias de su sombra sobre la salud mental (el director recuperó el mismo tema en uno de los episodios de Los sueños de Akira Kurosawa). En el otro, condena la indiferencia y el egoísmo de una generación joven (representada en los hijos) que ha olvidado los fantasmas del pasado y que trata a sus ancianos de forma egoísta, en lo que parece un reverso tenebroso del clásico japonés de Yasujiro Ozu, Cuentos de Tokio.
El miedo al desastre nuclear
Precisamente el clima de incertidumbre mundial provocado por la guerra de Ucrania y las polémicas declaraciones tanto de Serguei Lavrov como del presidente estadounidense, Joe Biden, que alertaron hace una semana de una posible escalada bélica que avivase el fantasma de la guerra nuclear, hacen que películas como Crónica de un ser vivo estén más de moda que nunca. Si bien la cinta no habla de cómo superar el trauma, sí que expone lo nocivo que supone para la mente vivir con miedo.
Tres años antes Kurosawa había rodado Vivir, una de sus cimas artísticas, donde presentaba la historia de un triste burócrata con cáncer que decidía arrostrar sus miedos y despertar del letargo en sus últimos meses de vida. El rostro de la muerte lo impulsa a vivir, a renacer, a sentirse en paz consigo mismo y a valorar el tiempo perdido. En 1955 el director aterrizó con Crónica de un ser vivo, que es todo lo opuesto: el protagonista es un hombre despojado de su identidad, tan egoísta y violento como ansioso por una guerra que nunca llega pero que parece estar a punto de comenzar en cualquier momento.
La película no plantea una solución al dilema del miedo al conflicto nuclear, pero expone claramente sus consecuencias más extremas: la pérdida de la razón, de la humanidad, así como de la lógica y de la solidaridad. De hecho, la única solución que encuentra el protagonista es destruir su negocio, dilapidar la herencia de sus insoportables hijos y forzar a su familia a huir con él a Brasil. Hasta tal punto que su egoísmo, consecuencia irremediable del miedo, acaba confrontándole con otro fantasma: el de la pobreza extrema.
Kurosawa parece decirnos que el miedo nos vuelve seres irracionales. Siguiendo su tradición humanista, en parte heredera del zen japonés, Crónica de un ser vivo nos recuerda que temer al desastre no sirve de nada: son las acciones, las alianzas y las respuestas mesuradas ante la adversidad las únicas que pueden conseguir un progreso real. El miedo, parece decirnos el cineasta nipón, es natural en momentos de crisis extrema, pero prolongado en el tiempo supone estancamiento y regresión, y la resiliencia, por tanto, se abre camino como la única forma a través de la cual el ser humano se puede adaptar al sufrimiento sin perder su identidad y, por ende, su sano juicio.