Empecé a trabajar en la redacción de una revista apenas cumplidos los 20 años, mientras cursaba la carrera de periodismo. Era una empresa alemana. Pero allí, salvo los jefes, pocos hablaban su lengua. Así que nos ofrecían clases de alemán, y ¡gratis! En aquella compañía había un cacao emocional laboral de órdago a la grande, sehr gross, que dirían ellos. Y cuando yo por las noches llegaba a mi casa les decía a mis padres "¡pero qué alemán ni qué alemán, si lo que tendrían que pagar ahí es un psiquiatra de lunes a viernes!".
No sabía entonces, ni mis jefes tampoco —por muy alemanes que fueran—, que años después una pandemia pondría muchas cosas (animales y personas) patas arriba y que en cierta medida las situaría en su sitio. Es cierto que el interés por la salud mental flotaba ya en el ambiente, pero lo de colocar la de los trabajadores sobre la mesa, especialmente sobre las mesas de decisión, ha tenido mucho que ver con la Covid-19.
Y lo que es la vida... me he visto en los últimos días involucrada en dos acontecimientos que me han recordado aquellos inicios laborales.
En primer lugar, tuve el honor de ejercer de maestra de ceremonias en el congreso Ágora Bienestar (enhorabuena a su responsable, María Moreno, y a Priscila Císcar, directora de Puro Bienestar, impulsora y una de sus patrocinadoras). Allí hice un gran descubrimiento.
Resulta que hoy existen empresas que no solo cuidan la salud mental de sus colaboradores, sino que ponen a su disposición servicios de asistencia psicológica 24/7. Pensé para mis adentros “ya lo decía yo”, cuando asistí a su entrega de premios a varias de esas compañías que han descubierto que sus trabajadores pueden requerir no solo inglés, sino esa ayuda psicológica a lo largo del día y la noche de toda la semana.
En segundo lugar, participé en la II Jornada Tiempo de Arte celebrada en el Museo Nacional Thyssen Bornemisza en Madrid, dedicada este año a las artes y la empresa. Y allí también se habló mucho del trabajo en favor de mejorar la salud mental, y su relación con la cultura.
Y con razón, porque el tema es temazo si tenemos en cuenta que uno de cada cuatro españoles sufrirá una enfermedad mental a lo largo de su vida. O que somos el segundo país (algunos estudios nos sitúan en el pódium absoluto) en consumo de ansiolíticos. Y esto es algo, además, normalizado. O que el 30% de las bajas laborales se relacionan con la salud mental. Como diría Cruise, Tom Cruise: “Tierra, tenemos un problema”.
Es un problema al que no beneficia nada esa no desconexión a la que nos sometemos casi naturalmente, ese estar conectados permanentemente a pantallas, escatimando incluso horas al sueño en favor del ocio digital. Ni el teletrabajo que para muchos trabajadores significa jornada continuada, que no continua. Ni esas reuniones online en las que nos vanagloriamos de ir al grano para no perder ni un minuto.
Buena idea, salvo que pocas o nulas veces hay tiempo para un "qué tal estás", "cómo va la enfermedad de tu hija" o "qué tal la búsqueda de trabajo de tu pareja". Como tampoco beneficia que aún muchos líderes escriban mails o mensajes a las 10 de la noche o el domingo.
Me encantó descubrir en Ágora Bienestar esa nueva tendencia laboral que no habla de prevención, sino del bienestar de los trabajadores, a todos los niveles, con conceptos como tecnoestrés, fitness emocional o salario emocional… Y me gusta especialmente pensar y proclamar que menos teoría y más práctica destinada a nutrir a la empresa y a todos sus miembros.
Aguas arriba y aguas abajo. Y la nutrición, que también puede ser emocional, anda muy emparentada con la cultura, el arte, las artes. Es la tesis de Tiempo de Arte, ese movimiento que cree en las artes como transformadoras de nuestro mundo, y a cuyo consejo asesor pertenezco.
Pensando en tantos y tan acuciantes problemas de salud mental, fui feliz al comprobar en esa jornada experiencias que demuestran que la cultura, el arte, o más bien las artes, son conectores de nuestro cerebro y nuestro corazón, pero también entre los diferentes miembros de los equipos.
Para despertar el espíritu crítico, como recordó la directora de Tiempo de Arte, Merche Zubiaga. Para entender que a través de la cultura llegamos a la reflexión, antesala de la innovación, en palabras de Carmen Páez, directora general de Industrias Culturales del Ministerio de Cultura. Para ser actores y no espectadores, tal y como nos instó el presidente de la fundación Cultura de Paz, Federico Mayor Zaragoza, quien recordó que todos somos capaces de reinventar nuestra vida. O para poner la cultura y el arte a disposición de los diferentes colaboradores como constructores de equipo, tal y como enfatizó Valerio Rocco, director del Círculo de Bellas Artes.
A eso yo apostillo que lo de los showcookings está muy bien porque mira que en este país nos gusta comer, pero que podrían ser perfectas otras iniciativas de crecimiento y unión laboral a través de las artes. Para conectar de otra manera de forma individual, cada persona consigo misma, pero también con el resto del grupo. Para poner en común su experiencia particular con el arte, con las artes. Para contrastar. Para empatizar. Para ese ponerse en el lugar del otro, vital en nuestra evolución social, tal y como promueve Tiempo de Arte.
Me encantó escuchar al jefe de psiquiatría del hospital Marqués de Valdecilla en Santander contar su iniciativa La Voz del paciente. No solo es que él recomiende cantar dos veces a la semana en un coro como herramienta contra la depresión, sino que ha logrado unir mil voces acompañadas con la voz de Nena Daconte en un concierto en el Auditorio Nacional de Madrid.
En efecto, las artes son una fórmula perfecta para perder el miedo, para descubrir cada uno sus emociones, para sacarlas a la luz, para ponerlas en común, en el seno de cualquier empresa grande, mediana o pequeña.
Tal y como expliqué en la II Jornada Tiempo de Arte, sería interesante crear un bonus especial que premiara a los líderes capaces de rebajar el absentismo laboral atribuido al estrés y de mejorar la salud mental de sus equipos. Porque es imposible hablar de salud si la mental brilla por su ausencia, por mucho que el resto de las constantes vitales se muestren perfectas.