La boina verde está reservada para el puñado de elegidos que conforman la mejor unidad de combate del Ejército de Tierra. Algunos se dejaron ver de cerca.
El líder: teniente coronel J.L.S.
Llego al cuartel de Rabasa media hora más tarde de lo acordado y veo que la reunión todavía no ha tenido lugar. Suspiro de alivio. Tener que explicar a un teniente coronel de los boinas verdes mi impuntualidad no era el plan más apetecible del sábado.
Minutos después, aparece una moto de gran cilindrada con un hombre en traje de campaña y macuto a la espalda. Se acerca sonriendo a mí y tiende la mano. Basta un rato de conversación para desterrar prejuicios: es cercano, jovial y está dispuesto a contestar preguntas. La persona que tengo delante comanda el GOE XIX, una de las unidades mejor entrenadas del mundo a la hora de enfrentarse a situaciones que el ciudadano occidental sólo percibe refugiado tras una montaña de palomitas.
Su oficio no se le da mal. Tanto es así que el año pasado la desplegó como jefe del Mando de Operaciones Especiales de la Unión Europea en la República Centroafricana, un país al borde de la guerra civil. Así se convirtió en el primer español que lidera una misión internacional de esta índole. Me explica que cuando recibe la orden de partir hacia algún lugar dejado de la mano de Dios siente tres cosas: orgullo por la confianza depositada en él y sus hombres, responsabilidad por la importancia del trabajo y una pizca de incertidumbre por los riesgos de un tipo de misión que no se suele limitar a repartir sacos de arroz a poblaciones agradecidas.
Mientras habla, me viene a la cabeza la escena final de la película Black Hawk derribado en la que un Delta Force le dice a un Ranger que al regresar a casa no piensa abrir la boca cuando le pregunten si es un yonqui de la guerra. El teniente coronel lo suscribe al zanjar la cuestión rápidamente: "No estamos deseando salir a pegar tiros. Simplemente nos gusta ir a misiones para las que nos hemos estado preparando durante años".
El 'tuneador': comandante F.J.S.
Llamo a la puerta de la Unidad de Experiencias, entro y me encuentro frente a un oficial que asocio automáticamente al protagonista de El sargento de hierro. La sensación se acentúa en cuanto abre la boca y tuerce el gesto: "Así que lo de la entrevista no era una broma…".
Le falta añadir "hippy".
Su sección la forman cuatro personas que se dedican a diseñar y probar el nuevo material de los boinas verdes siguiendo la lógica guerrillera de reducir el blindaje a cambio de mayor movilidad y potencia de fuego. Armas, vehículos, equipo. Todo está incluido en una ecuación que no es más que otro síntoma de ese nuevo orden mundial donde las guerras convencionales están siendo sustituidas por otras de corte asimétrico.
Cuando pregunto por los proyectos en desarrollo, me informa de que son secretos. Por eso no me dan detalles. Sin embargo, no le cuesta reconocer cuál es su mayor fuente de inspiración a la hora de ponerse creativo: las fuerzas especiales de EEUU. Eso sí, mentar a la competencia lleva implícita una mueca de resignación cuando murmulla, entre suspiros, la palabra "presupuesto".
Es el gran sino del español contemporáneo: intentar ganar la carrera empujando el coche. Algunos días después, me lo vuelvo a cruzar por el cuartel y me cuenta que le acaban de ascender como el que anuncia que se le ha muerto el perro. Un compañero suyo explica el origen de tanta desdicha: la promoción le obliga a marcharse de Rabasa después de pasar tres décadas en una unidad a la que no se llega ni por casualidad ni por dinero.
El herido en combate: capitán L.C.L.
Lo primero que llama la atención al estrechar su mano es un brazo derecho plagado de cicatrices. Es el resultado de los 16 impactos de metralla que le alcanzaron durante una misión en África y de las tres operaciones quirúrgicas que siguieron al incidente.
Resta importancia al asunto explicándome que le tocó a él recibir la candela como le podía haber tocado a cualquiera de sus hombres, y que lo único que sintió al caer herido fue "sorpresa". Como se suele hacer en estos casos, me intereso por el periodo de convalecencia y al escuchar la respuesta el que se sorprende soy yo. Entre el día del ataque y su regreso a la misión no pasaron ni tres semanas.
¿La justificación a tanta premura? El deber que tiene un militar de estar con sus hombres en cuanto comprueba que no será una carga para ellos. Se nota que no le gusta hablar de su trabajo con extraños, pero insisto en los motivos que le llevaron a calarse la famosa boina verde. La respuesta que me da se podría hacer extensible al 99% de sus compañeros: superar el reto de ser aceptado en la unidad militar española más preparada para entrar en combate.
No puede evitar sonreír al recordar aquellos meses de prueba y lo que es "pasar hambre de verdad"; de ésa que te deja tanto el cuerpo como las esperanzas por los suelos. Se supone que es el objetivo: llevar a los candidatos hasta límites insospechados para que luego, cuando pinten bastos, estén a la altura de las circunstancias.
El estoico: teniente M.V.C.
Sentir una «enorme calma» cuando te están friendo a tiros en un lugar del que nunca se han escrito guías turísticas suena a chiste de Patxi, el que se fabricó una chupa de cuero con lo extirpado en la operación de fimosis. Pero este teniente no bromea y dos de sus hombres asienten dándole la razón al ver mi cara de incredulidad.
En su primera vez explica que al escuchar el silbido de las balas miró a su alrededor, vio a sus compañeros y se tranquilizó. Semejante comportamiento se debe a dos razones. La primera, la formación individual que recibe un boina verde, centrada parcialmente en fomentar el autocontrol en situaciones donde un ciudadano normal y corriente se pondría a llamar a su mamá. La segunda, el adiestramiento conjunto que recibe cada unidad para funcionar con una sincronización digna de medalla olímpica.
"Convivimos durante muchas horas", explica ."Como se suele decir, el roce hace el cariño». En efecto, uno de los convencimientos con los que se suele abandonar el MOE tiene que ver con las relaciones personales y cómo marcan una diferencia que ni el número de flexiones ni la precisión con el rifle pueden compensar.
Si no hay sintonía, las garantías de repeler un ataque enemigo con éxito se reducen sustancialmente. Antes de apagar la grabadora, quiero preguntar cómo se lleva el regreso a España después de pasar varios meses en una misión de alto riesgo. Es un asunto que en Estados Unidos genera mucha polémica y mucha película (El francotirador, En tierra hostil) pero mis expectativas se rebajan al instante cuando observo cómo se encoge de hombros: "Pueden darse situaciones atípicas, pero también somos los más preparados cuando toca volver a casa". Fin de la cuestión.
El veterano: suboficial mayor E.R.V.
Su rango es inferior al de muchos boinas verdes que podrían ser sus hijos. Sin embargo, en el GOE XIX todos le tratan con gran deferencia. Con 54 años, más de la mitad dedicados a las operaciones especiales, su voz es la de la experiencia.
Sonríe cuando le pregunto por la relación que hay con otras unidades del ejército: "Los paracaidistas nos tienen un poco de envidia sana". Se lo piensa dos segundos antes de añadir "lógicamente". Hace años, cuando él se ganó el derecho a lucir la boina verde, el entrenamiento se centraba en repeler una posible invasión de España o, en el caso de llevarse a cabo, en hostigarla mediante la guerra de guerrillas. Eran los tiempos del Pacto de Varsovia y en Hollywood los malos hablaban ruso.
"Ahora las cosas han cambiado, el terrorismo es una amenaza diferente y las misiones se desarrollan lejos". La duda surge inmediatamente: ¿y el MOE ha conseguido adaptarse al nuevo teatro de operaciones? O por ser más claros: ¿puede uno sentirse suficientemente seguro por tenerle a él y los suyos entre el Estado Islámico y el partido del domingo? Vuelve a sonreír, esta vez con picardía: "Estoy convencido".
El perro de presa: sargento primero E.H.R.
Tarda varios minutos en intervenir en la conversación que estoy manteniendo con uno de sus jefes, pero es mentar a la sociedad española y saltar como un resorte. Se remonta hasta el reformismo borbónico y me deja anonadado cuando explica con la soltura de un catedrático el sistema de levas que implantó Felipe V durante la primera mitad del siglo XVIII para argumentar que a la ciudadanía le faltan kilómetros de madurez a la hora de aceptar que un boina verde es lo que es y sirve para lo que sirve: meterse en el ojo del huracán a rescatar rehenes o eliminar amenazas.
Habla de los británicos y de los franceses con cierta nostalgia: "En esos países es impensable que un Gobierno caiga porque una operación haya registrado bajas". Cuando señalo a aquellos aventureros decimonónicos llenos de romanticismo, él desestima la comparación: "A mí me gusta considerarme el perro de presa de mi país, y si mañana me dicen que tengo que arrasar un campamento terrorista en Libia pues voy y lo hago".
Llegados a este punto de la conversación, le pido que me explique su bautizo de fuego. Él sabe que yo no puedo saber detalles concretos de sus misiones, pero me cuenta sin especificar ni el dónde ni el cuándo que tuvo que luchar contra el impulso del cuerpo, que le enviaba señales constantes para ponerse a salvo. "¿Pero cómo me voy a ir si están mis compañeros ahí?". La respuesta es casi retórica, como si estuviese hablando consigo mismo. Se quedó junto a ellos, sí, y ya ha cumplido 11 años a su lado.
La minoría: cabo D.F.G.
La hegemonía masculina de los boinas verdes sólo se ha visto matizada en seis ocasiones a lo largo de su historia. Esta cabo es una de ellas. Entrar le costó lo suyo: el primer año de instrucción causó baja por anemia tras dedicar 19 horas diarias al ejercicio físico y tuvo que volver a intentarlo una segunda vez.
Superó el curso con 28 años y formó parte de la elite militar patria durante los cinco siguientes. La entrevista se hace por teléfono porque a los 33 decidió trasladarse a la Brigada Paracaidista por motivos personales que explica pero que me pide no reproducir aquí.
Sólo cabe decir que la rutina de los boinas verdes no permite según qué lujos. De su experiencia con el MOE destaca haber "estrechado lazos que en otro ámbito son imposibles" y como mujer aclara, cuando saco a colación los últimos casos de acoso que han salpicado la prensa, que ella en ningún momento sintió recelos de sus compañeros. En su actual destino me cuenta que está contenta pese a "echar muchísimo de menos" las operaciones especiales. Aun así se le escapa una queja: "Aquí el nivel de exigencia es bastante más discreto, así que me he tenido que apuntar a rugby para mantener la forma física".
La civil: doctora M.A.C.
Después de pasar los últimos cuatro años trabajando en el cuartel del MOE, esta doctora de atención primaria no se lo tiene que pensar mucho cuando pregunto por su principal cometido: suplicar a la gente que se coja la baja.
"Son personas que se resisten a estar limitadas o ausentes y por eso siempre minimizan lo que les sucede", dice.
La aclaración viene acompañada de un gesto que sugiere resignación y la verdad es que no es fácil imaginar a muchos compañeros de profesión enfrentándose a dilemas parecidos.
¿Cómo sabe la doctora cuándo intentan esquivar la baja? Me cuenta que la mayoría se lo pide directamente al entrar en la consulta alegando que siguen en forma y capacitados: "Tienen mucho aguante, porque están acostumbrados a las situaciones extremas y al dolor".
La doctora suele atender a unas 15 personas a la semana, la mayoría por esguinces o luxaciones. Las cuestiones más serias se remiten a los hospitales de la zona, aunque dice que siempre hace un seguimiento del herido. No vaya a ser que suene la flauta y alguno decida firmar el parte.
Por motivos de seguridad ninguno de los soldados que aparecen en este reportaje ha podido mostrar su rostro ni proporcionar su nombre.