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Como cada 11 de marzo desde hace 12 años, José Antonio Garrido coge el tren de las 7 de la mañana de la línea C2 que cubre el trayecto entre Alcalá de Henares y Madrid.
Se sube en el último vagón: el mismo en el que viajaba aquella mañana de marzo de 2004. También se sienta en el mismo lugar que ocupaba aquella fatídica mañana, en uno de los últimos asientos de la fila izquierda. Es un homenaje sentido y muy personal.
“No me gustan los actos multitudinarios”, explica. “No suelo asistir. Viajo solo aunque mi familia me ha propuesto alguna vez acompañarme. No vale la pena obligarles a compartir ningún tipo de dolor”.
José Antonio fue uno de los supervivientes de uno de los vagones más afectados por el atentado. “Delante de mí murieron 65 personas”.
Arranca el tren
José Antonio se sienta y mira por la ventana mientras el tren deja atrás la estación de Alcalá de Henares. “En esta ciudad es raro encontrar a una persona que no haya perdido a un familiar, un amigo o un conocido en aquel atentado porque el tren iba lleno de gente del municipio. Varios amigos míos murieron en aquel viaje”, lamenta mientras el tren empieza a coger velocidad.
Aunque han pasado 12 años, José Antonio recuerda aquella mañana con una precisión casi quirúrgica: “Eran las 7:39 de la mañana cuando explotó la primera bomba. Lo recuerdo porque en ese momento miré el reloj. Estábamos a punto de entrar en la estación de Atocha y yo iba distraído leyendo un libro. La segunda explosión fue casi inmediata. Se fue la luz en todo el vagón y empezó a salir humo por todos lados”.
En ese momento José Antonio no imaginó que se trataba de un atentado. “Yo creía que había explotado una catenaria y que íbamos a descarrilar. De hecho, lo primero que pensé fue que si volcábamos hacia la izquierda me iba a pegar una leche terrible”.
Tardó varios segundos en darse cuenta de que se trataba de un atentado terrorista. “Yo sólo escuché dos explosiones pero explotaron cuatro bombas” dice.
Heridos en el vagón
Después del sobresalto inicial, intentó ubicarse: “No se veía nada porque se fue la luz. Cuando se despejó un poco el humo miré hacia arriba y me di cuenta de que el techo había volado. Miré al frente y vi a una chica que estaba herida y sentada en el suelo. Su mirada estaba totalmente ida. También a un hombre tirado en el suelo del vagón y sin ropa. La deflagración se había llevado por delante su ropa”, recuerda 12 años después a medida que avanza el tren.
Cuando logró bajar del vagón, se dio cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido: “No me gusta entrar en cuestiones morbosas, pero el espectáculo era dantesco. Había cadáveres y gente malherida por todos lados. Yo no tenía ni un rasguño. En realidad la bomba me había dañado los oídos y perdí la audición total del oído izquierdo, pero en ese momento no me percaté”.
José Antonio es militar. Ha servido en conflictos como los de Bosnia, Líbano o Kosovo. Está acostumbrado a lidiar con situaciones críticas. Tal vez por eso conservó la sangre fría y se puso de inmediato a ayudar a las víctimas. “No pensé”, dice. “No me planteé si iban a explotar más bombas. Lo único que se me pasaba por la cabeza era ayudar”.
Lo primero que hizo fue telefonear a su casa para avisar de que estaba bien. “Me preguntaron si quería que viniesen a buscarme y les dije que no, que tenía que ponerme a ayudar enseguida”. Enseguida se puso manos a la obra. “Las puertas del tren se habían desprendido y las utilizamos para trasladar a las víctimas a un sitio seguro, pero el único espacio que había libre era la vía. Recuerdo que aquellas piedras pinchaban muchísimo”.
Las ambulancias no llegan
Mientras José Antonio cuenta su historia, el tren atraviesa la estación de La Garena. “Esta estación no existía. Aquel recorrido tenía dos paradas menos”, apunta como si las bombas hubieran explotado ayer. “Recuerdo cuando le pregunté a otro superviviente si ya había llamado a la ambulancia y me dijo que sí. Las sirenas se escuchaban en la avenida de Barcelona pero nunca llegaban. No sabíamos si se habían producido otros atentados en distintos puntos de Madrid”, relata.
Las ambulancias tardaron en llegar y la información también. “Hasta las nueve de la mañana no empezaron a llegarnos datos de lo que había sucedido. Yo no estaba para pensar si aquello era un atentado o de quién era la autoría. Sólo podía pensar en la gente fallecida o malherida que tenía delante”.
Cuando empezaron a llegar las asistencias, abrieron una piscina que se encuentra en la calle Téllez. “Ahora hay una valla que nos impediría pasar”, apunta mientras llegamos al punto en el que se produjo el atentado. Ahora hay un parque infantil: “Es normal que lo protejan para que los niños no se cuelen en la vía. Pero ahora miro la valla y pienso que si la cosa hubiese estado así en 2004, no podríamos haber trasladado a los heridos a una zona segura”.
El tren se detiene
Justo cuando llegamos a ese punto de la calle Téllez, el tren se para. El convoy aún no ha entrado a la estación de Atocha pero se encuentra en los aledaños y debe detenerse por el tráfico ferroviario. En ese momento, José Antonio apunta escuetamente: “Aquí explotó”. Mientras, dos estudiantes que se sientan a su lado escuchan su relato disimulando pero con atención.
José Antonio asegura que no mantiene relación con ninguno de los supervivientes que se encontraban en aquel vagón. “Sólo una vez, un mes más tarde, coincidí con una señora mayor en el tren. Me miró y me dijo que me reconocía del día del atentado. Me explicó que ella creía que yo no era un pasajero sino alguien que había venido expresamente a ayudar porque estaba organizando las tareas de rescate antes de que llegaran las autoridades. Imagino que por mi condición de militar estoy acostumbrado a mandar”, sonríe.
Llegada a Atocha
El tren llega a Atocha y José Antonio pega un último vistazo al vagón antes de bajar. “Este tren es un modelo nuevo”, dice. “No es igual que el que explotó”.
Efectivamente, el convoy es nuevo. Todos los trenes que resultaron dañados en aquella explosión fueron desguazados menos uno. El que explotó en Santa Eugenia (coche cuatro, vagones 189 y 190 M) fue enviado a reparar y sigue circulando a diario en Madrid. “Estoy seguro de que el vagón en el que yo viajaba no se salvó porque estaba muy dañado. El vagón parecía una lata de sardinas abierta”.
Acaba el recorrido y José Antonio pasea por la estación de Atocha. “Mi homenaje anual acaba aquí. Cuando llego, me doy la vuelta y regreso a Alcalá”, explica. Cuando se le pregunta por las sensaciones que le provoca este viaje, no duda: “Pena. Mucha pena. Fue una tragedia. Pero no soy yo la persona más indicada para hablar de perdón ni nada por el estilo. A mí no me queda ni una cicatriz de aquello. Salvo mis problema auditivos, yo me encuentro bien. Eso del perdón habría que preguntárselo a las familias que perdieron allí a seres queridos”.
Garrido escribió un libro sobre el atentado que se titula ‘La vida en un viaje’. Fue su debut literario y no descarta seguir escribiendo, pero la pretensión de aquella obra no era estrenarse como escritor sino relatar lo que pasó.
“Es muy importante que se sepa, que se cuente. Cuando pasa el tiempo, los hechos tienden a difuminarse, tergiversarse y perderse. Cada uno los explica a su manera. Por eso creo que es importante explicarlos y que no nos olvidemos”, aclara mientras intenta salir de la estación por uno de los tornos. El billete le falla. Se dirige a un empleado que le revisa el billete y comprueba si es del día. El trabajador coge el ticket, mira la fecha y la hora de marcado y dice en voz alta: “Sí, en efecto es correcto: está marcado a las 6:58 del…”. En ese instante levanta la mirada, mira compungido a José Antonio y concluye la frase: “A las 6:58 del 11 de marzo”.