"¿De cuántos niños he abusado? He perdido la cuenta". La respuesta dejó fríos a los agentes de la Unidad de Investigación Tecnológica (UIT) de la Policía Nacional, encargados de la lucha contra la pederastia en la red. Y confirmó sus sospechas: aquel directivo y padre de familia, el hombre modelo de vida acaudalada que rondaba los cincuenta, era en realidad un depredador sexual.
La clave fue una pulsera que le había regalado su madre y que no se quitaba nunca. Cuando le preguntaron por ella, el policía se derrumbó y entendió que sus compañeros lo sabían. Sabían que era un cazador de menores que junto a sus amigos, también detenidos, cercaba las redes sociales en busca de niños a los que llevarse a la cama. Por ahora, hay seis víctimas identificadas. Seis jóvenes entre los 13 y los 16 años que reconocen haber sido abusados. Pero la cifra puede multiplicarse. Hay todavía más de diez casos sin identificar.
En total, son seis las personas detenidas en la llamada 'Operación Luna'. Seis pedófilos y pederastas -uno de ellos en Francia- que han terminado en el banquillo tras una investigación minuciosa hasta el extremo. Para arrestar al directivo de la empresa tecnológica, los agentes tuvieron que analizar todos los accidentes de tráfico ocurridos en Madrid contra quioscos de la ONCE durante dos años (2011 y 2012). La pista parecía certera. Hasta que los miembros del Grupo 1 Contra la Explotación Sexual de Menores en Internet descubrieron que había medio centenar de accidentes contra este tipo de quioscos solo en la capital.
Como guía, tenían únicamente el testimonio de una víctima. Un menor abusado que les habló del accidente y les aseguró que aquel hombre se desplazaba en un todoterreno negro. El cruce de ambos indicios sirvió para arrojar un nombre. Así centraron los agentes a su principal objetivo: el pederasta de este grupo que consideraban más peligroso para los menores.
Oculto a las familias
Desde su inicio hace más de dos años, los encargados del caso han trabajado sin descanso con la certeza de que estos depredadores sexuales actuaban al menos desde 2011. La primera constancia de su actividad llegó el 24 de marzo de 2014, cuando uno de ellos, cocinero de profesión, subió por error una imagen de contenido erótico a una red social especializada en alojar fotografías. El asunto, que parecía un caso rutinario de pornografía infantil, terminó desvelando una madeja de abusadores y productores de este tipo de contenidos que, a cambio de dinero o incluso teléfonos móviles, conseguían captar a menores de estratos sociales desfavorecidos o simplemente confiados.
En ocasiones, los acusados llegaron incluso a ayudarles con los deberes para ganarse su confianza. Varias de sus víctimas, ya mayores de edad, han reconocido los hechos. Algunas de ellas, pese a reconocerlo ante la Justicia, han preferido mantenerlo oculto a sus familias.
Una señora de ochenta años
El primer trazo de este sórdido mandala se plasmó con la publicación por error de aquella imagen en internet; el testimonio gráfico de un abuso que llegó identificado en forma de IP a los agentes españoles. Tras recibir la denuncia formal, los policías localizaron el domicilio de Alicante del que partió la imagen. Pero se llevaron una sorpresa. La vivienda estaba ocupada por una mujer octogenaria. No daba el perfil. No podía ser ella quien consumiera aquellas imágenes tan duras de menores. Las fiestas navideñas confirmaron su tesis y revelaron que la casa era frecuentada cada cierto tiempo por un varón. Un hombre de mediana edad, hijo de aquella señora, que residía de forma eventual en el hotel mallorquín donde trabajaba como cocinero.
Esa fue la primera pieza del puzzle, el punto de apoyo que sirvió para derrumbar la trama en bloque. En la habitación de aquel hombre, los agentes localizaron ingentes cantidades de material pornográfico. En el momento del registro, aún tenía el lubricante y el papel higiénico encima de la mesa del ordenador. En su teléfono móvil, encontraron conversaciones de Whatsapp con otros delincuentes sexuales que compartían sus gustos. El primero de ellos era un pintor afincado en Madrid. Un pornógrafo empedernido con una enfermedad terminal que se acercó al material con menores gracias a la red. El segundo, era un inspector de Policía destinado en Alicante.
Saltaron las alarmas. Tanto que los agentes detuvieron de inmediato a su compañero para evitar que la operación corriera peligro y desaparecieran pruebas. En un primer momento, el inspector fue acusado de consumir material pedófilo. Sus ataques de arrepentimiento le llevaban a borrar el contenido de su teléfono y sus ordenadores. Sin embargo, siempre volvía a rescatarlo meses después con un programa de recuperación de datos. La sorpresa fue mayor cuando confirmaron que el agente era también protagonista de algunos vídeos.
Para identificarle sin género de dudas, los agentes analizaron su fisionomía, los muebles, las sábanas y hasta el último elemento de aquel vídeo en el que aparecía un menor abusado por un adulto que nunca grababa su rostro. Fueron horas y horas de análisis, disecciones quirúrgicas hasta el extremo que sirvieron para encontrar la clave: una esclava que el pedófilo llevaba en su muñeca mientras grabó las imágenes. La misma joya que el agente detenido lucía en las fotografías de su vida cotidiana junto a su familia y amigos.
Confesiones de un pederasta abatido
Con estos nuevos datos, los miembros de la UIT pidieron de nuevo la detención de su compañero, esta vez como productor de pornografía infantil. El policía se derrumbó al ser preguntado por la pulsera y entendió que había sido cazado: la joya era un regalo de su madre, fallecida meses atrás. Y nunca se desprendía de ella. Nunca.
Tras reconocer los hechos, F.J.L.B. colaboró con los investigadores y aportó información de otros pederastas. Eran datos difusos, ya que entre ellos practicaban la mentira como método para garantizar su anonimato. Así apareció el nombre de Luis, el hombre de mediana edad que trabaja en una empresa de tecnología. El amigo con el que el detenido intercambiaba material, experiencias y hasta menores por la red.
La relación entre ambos arrancó cuando policía y empresario coincidieron en un chat de sexo gay. Durante días, los dos fingieron ser menores en busca de nuevas experiencias. El policía pensaba que había contactado con un niño. Y el empresario lo mismo. Cuando quedaron cara a cara, el engaño descubierto selló una amistad de intereses comunes. La confianza entre ambos llegó a tal extremo que usaban programas de mensajería instantánea para emitir en directo los abusos y que el otro pudiera verlo.
Fue el testimonio de una de sus víctimas, que compartió cama con ambos, el que sirvió para identificar por completo al empresario madrileño. Uno de sus hijos tenía entonces la misma edad que aquel menor. Por el momento, nada hace pensar que abusara de él.
Sin embargo, quedaba un último cabo suelto. Un elemento sin resolver que los agentes tenían siempre en mente: faltaba por identificar el escenario donde se grabaron varios de los vídeos decomisados a este grupo. Un escenario que no coincidía con ninguna de las viviendas registradas.
El piso franco del ingeniero
Fue así como los agentes llegaron al último investigado, un ingeniero de Caminos, también madrileño, que prestaba su vivienda como piso franco a otros miembros de este sórdido club para sus encuentros con menores. De él, los agentes investigan también viajes a países como Turquía. Desplazamientos donde sospechan que pudo también acudir en busca de menores.
Tras más de dos años de trabajo, cinco personas con nombres y apellidos se sentarán en el banquillo. Pero el caso no está cerrado. No hasta que los agentes tengan la certeza de que ninguna víctima queda sin nombre y ninguno de sus actos, sin castigo.