Zamarrón se confiesa en la ruta de Luces de Bohemia: “Sufro la posesión cuasi diabólica de Valle-Inclán”
En su vuelta al presente, el padre del esperpento insiste en presentarse como un diputado del PSOE al que le tocó, por edad, presidir el Congreso.
25 mayo, 2019 02:30De cerca, es más impactante. La barba de chivo amuralla su rostro y también los primeros centímetros del pecho.
-¿No está más corta que cuando presidió el Congreso?
-Hoy la he peinado menos, puede causar esa sensación.
Voz grave, habla despacio, como si sus palabras tardaran en atravesar el matorral canoso que engulló su boca hace más de un siglo. Sigue empeñado en presentarse como Agustín Zamarrón, un médico jubilado que acaba de convertirse en diputado del PSOE.
Le delatan las menciones a sus verdaderos contemporáneos, que salpican la charla cada pocos minutos. Lejos de referenciar autores de cara a la galería, es como si las citas se le cayeran de los bolsillos. De Unamuno, cuenta, se ha leído "todos los ensayos", aunque le quedan pendientes algunas novelas. Esta semana disecciona por enésima vez La Celestina.
-Don Ramón, si continúa así, con tanto libro, le van a echar de la Cámara y de su partido.
-¿Por qué lo dice? Ah, entiendo... Quizá sea contagioso.
Saluda frente a los leones de la Carrera de San Jerónimo, a la sombra. Desde que atravesó las puertas del ministerio del Tiempo, no ha hecho demasiado por desmentir las informaciones que constatan la resurrección del esperpéntico escritor.
De ciento a viento, asevera que su último trabajo fue como doctor en Miranda de Ebro, pero sin aportar demasiados detalles. Juguetón, sonríe cuando se le delata:
-Colarse en el Congreso para regir una sesión constitutiva y presentarse como un tal Agustín Zamarrón, nacido en Segovia hace 74 años, sólo podía hacerlo usted, don Ramón.
Se ríe y recoge el guante para someterse a la prueba definitiva: zascandilear de nuevo por ese Madrid "absurdo, brillante y hambriento". La ruta de Luces de bohemia, su obra cumbre.
Vivirá en un colegio de estudiantes
-Oiga, ¿pretende quedarse a vivir cuatro años en este presente tan desalentador?
-Claro, es un honor representar a los ciudadanos.
-¿Dónde se alojará?
-En un colegio de estudiantes y posgraduados. Ya me han admitido.
-¿Una buhardilla? ¡Como tantos de sus personajes!
-Estoy un poco mayor, será una habitación algo más acogedora.
-¡Me quito el cráneo!, que diría usted.
El viaje empieza con un brochazo de realismo mágico. Don Ramón y su acompañante -póngase un don Latino de Hispalis reconvertido a periodista- son expulsados del taxi nada más subir. El conductor dice que la calle Pretil de los Consejos, donde Max Estrella -su alter ego- arranca la trágica aventura, "está demasiado cerca".
Al estrenar el paseo, dos jóvenes detienen al escritor. Le piden un selfi, que el buen hombre acepta ajeno al anglicismo.
-¡Estamos organizándonos! Queremos que usted sea presidente del Congreso durante toda la legislatura.
-No se molesten. Me conformo con ser el responsable de las escobas.
En el hemiciclo -desmiga ante la mirada incrédula de sus adeptos- tuvo que beberse "veinte vasos de agua": "Terminé muy cansado... ¡Las señorías no despejaban el foso! Tanto meter y sacar de la sacra urna. Vaya atascos. Superamos un trombo de difícil solventación".
Valle-Inclán deformó mucho más la propia vida que Baroja o Galdós para hacer literatura. Por eso sigue fabulando, abonando aquello de que es un médico retirado, con raíces en Miranda. Sobre su exitoso histrionismo, apunta: "Es un lenguaje técnico, sí, pero se entendió a la perfección. Todos pasamos consulta y conocemos a alguien que ha sufrido un trombo". Luego, diagnostica: "Hemos vuelto la espalda a nuestra cultura. Ya no se desbrozan los clásicos, que aúnan nuestra verdadera identidad".
A orillas de la Plaza de Santa Ana, don Ramón y este lazarillo entran en la Librería del Prado. Dependiente y dependienta ponen en sus manos algunas de las obras que parió hace más de un siglo. Se encariña con un ejemplar de Claves líricas.
"¡Está intonso! Nadie lo ha leído", brama primero. Después esboza una media sonrisa: "Es un libro indemne, eso también tiene valor". Don Ramón, un tanto pesado con su broma, vuelve a presentarse como Agustín Zamarrón. Su novela favorita es El maestro y Margarita, de Bulgákov. Cuando le preguntan por su biblioteca, responde: "Entre mi mujer y yo tenemos censados unos 3.000 tomos, pero sin contar los relacionados con la Medicina". El hambre de página amarilla y crujiente se le ve a la legua. Es un tipo capaz de leer novelas por entregas.
Le dicen que con el traje, la corbata ancha y el pañuelón en la americana parecía más don Ramón. Él trata de justificarse: "Mi perímetro se ha deformado desde la jubilación. Fui vestido 'de bonito', como se decía en la mili".
Antes de despedirse, estampa su autógrafo en el libro de visitas. Letra corrida, imposible distinguir las emes de las eses o las enes. Las tes son torres a punto de derrumbarse. Un mensaje ininteligible. Joder... ¡es él!
"¿Quién iba a disparar a un anciano?"
Visitada la cuesta del Pretil de los Consejos y en busca del pasadizo de San Ginés, don Ramón opina acerca de los diputados presos que pusieron la Cámara patas arriba: "Emplearon los verbos jurar o prometer. Así que los incongruentes serán ellos. Perderán la batalla de la hermenéutica".
-¿Le comentó algo el presidente del Gobierno tras su actuación?
-¿Qué presidente? -quizá se haya liado con el otro, su amigo Manuel Azaña.
-Pedro Sánchez, el alto, de buena planta.
-Me dio un abrazo, me agradeció el trabajo. Estoy tranquilo, el PSOE tiene claro que los límites del diálogo son la razón y la Constitución.
-Vaya día aquel. Su aparición generó revuelo.
-Un obrar sereno e irónico distrae de otros problemas. Además, ¿quién iba a disparar a un anciano?
-¿Ha dado algún consejo a la bancada imberbe?
-Son jóvenes, tienen manga ancha para tolerar todas mis cosas y para absorber lo poco que pueda enseñarles.
El tal Agustín Zamarrón, que viene a ser como su Max Estrella o el Marqués de Bradomín en el presente, una especie de cuerpo okupado, nació en Segovia en 1946. Su abuelo era amigo de Antonio Machado, con el que compartió proyecto en las Misiones Pedagógicas. Estudió Medicina y tiempo después vivió unos años en Cataluña.
"Fui muy bien acogido. Conocí una generosidad inaudita. Aprendí el verdadero sentido de la lealtad, el significado de una amistad perenne. Por cierto, ¡un catalán escribió la mejor guía del Quijote! Martín de Riquer", divaga con ojos alucinados mientras contempla una ciudad asediada por cafeterías y letreros brillantes.
"¿Quim Torra? ¡Es nombre de boxeador!"
-Don Ramón, ¿qué le parece Quim Torra?
-¡Quiiiim Torra! Tiene nombre de boxeador. ¡Diálogo! ¡Diálogo! Pero, claro, ¿cómo vas a hablar con alguien que te llama infame degradado? Un hombre así sólo pega puñetazos. Vive de meter el dedo en el ojo a los demás. Penoso.
-¿Y Puigdemont?
-Es una figura triste, estrambótica. Un insensato cuyas locuras estamos pagando todos. ¿Qué tipo de catalán es para huir en un momento como este? Sus compañeros están asumiendo responsabilidades. Puigdemont, desde luego, no es Viriato.
En San Ginés, el caos. El cronista, para inmortalizar la resurrección, fotografía a don Ramón con el otro don Ramón, pintado a grandes dimensiones sobre una pared. Cuatro o cinco personas se abalanzan: "¡Es él! ¡Es él! Un señor venerable. Usted tiene todo nuestro respeto". El remolino crece. Cada vez son más los que quieren la foto con Valle-Inclán. "Pero, ¿cómo es posible?", preguntan en alto. "Es una posesión cuasi diabólica", desvela él. "Ahí está don Benito", señala una foto de Galdós, al que antaño tachó de "garbancero".
Demasiada gente. Respiración entrecortada. Huida. Espera el Callejón del Gato. El lazarillo, por si no existiera otra oportunidad, pregunta al autor acerca de Luces de bohemia. "Es una obra trágica, la resonancia de nuestro pasado. Como decía Gil de Biedma, de las tristes historias, la más triste es la de España porque siempre acaba mal", evoca.
Disfrazado de Agustín Zamarrón, razona así sobre el origen de los males de hoy: "Hemos mutilado la Ilustración una y otra vez. Ilustrarse no es otra cosa que adquirir los valores ciudadanos. Y nosotros los apartábamos a mantazos. Acuérdese de lo que le pasó a Jovellanos. Murió cuando iba a exiliarse de nuevo".
En el Callejón del Gato
Al hilo de los espejos convexos que ya no están, don Ramón, algo asustado, pregunta: "¿De dónde salen todos estos turistas? Aquí cerca, hace años, había muchas tiendas de telas. Bueno, a lo que íbamos. Después de eso llegó la Guerra Civil".
El padre de Zamarrón fue médico en el bando que se autoproclamó "nacional": "Tuvo mucha suerte. No se vio obligado a empuñar un arma. En la posguerra, me tocaron las colas de la carestía, por eso lo mencioné en el Congreso. Yo mismo las hice. Repartía los víveres el Servicio Nacional de Abastos".
Resta una última parada: el Ateneo. Don Ramón quiere rememorar sus tiempos de tertulia. El ujier debe de ver al pordiosero Max Estrella, y no al eximio escritor. No hay en el edificio nadie de la Junta. Lo siente, pero no puede abrir el salón.
Don Ramón cuenta que, desde que es Agustín Zamarrón, el médico de Miranda de Ebro, no ha podido visitar el centro. Animado por ese instinto bohemio, amaga con apuntarse un cohecho: "A ver si ahora que soy diputado me dejan entrar".
Se pone el sol. Acaba la ruta. "Ay, pobre Max Estrella, qué manera de morir", llora Valle-Inclán sobre su hijo predilecto. El siglo XXI le ha ablandado. Ya no pide instalar la guillotina eléctrica en las plazas. Tras la despedida, camina con las manos entrelazadas a la espalda. Siempre con el dichoso realismo mágico, con la deformación grotesca. En este presente, puede juntar los dos brazos.