A Pablo Casado le quedaban treinta y siete segundos de vida. Lo miró Batet. Lo miró Sánchez. Lo miraron los suyos de muy cerca. En lugar de tomar la palabra, se levantó, sonrió y se fue. Pero el momento que va desde que se levantó hasta que se fue encierra muchas cosas.
Podría trazarse, como hizo Javier Cercas sobre el 23-F de hace 41 años, la "anatomía" de un instante. Bien es cierto que Casado no es Suárez, que Sánchez no es Carrillo y que los del golpe palaciego de Génova no llevan pistola ni bigote.
Casado se puso la mano en el corazón. Llevaba, por cuestión normativa, su mascarilla. Los ojos vidriosos denotaban una sonrisa, pero la escala de las sonrisas es tan amplia como el sendero que va de la crueldad al homenaje, del agradecimiento a la puñalada.
Lo siguieron sólo tres diputados: Ana Beltrán, Pablo Montesinos y Antonio González Terol. Luego se unió su jefa de prensa. Caminó decidido por los pasillos del Congreso. Se topó con un grupo de periodistas. En realidad, sabía que se los encontraría porque bordeó la tribuna de prensa.
No habló, pero tampoco huyó. Estrechó las manos de los narradores de su adiós. Ahí sí vimos. Ahí si averiguamos. El apretón, firme. La sonrisa, nostálgica. Cansada y abatida. Casi seguro, decepcionada. La mirada era un poco la mirada alucinada de los poetas. Porque todo ha ocurrido muy rápido. Tres días antes creía que podía cumplir el sueño de su adolescencia: presidir el Gobierno. Tres días antes, los que le han empujado le dijeron que sería capaz de resistir.
Casado se dio la vuelta y se marchó. Pero vayamos al principio. Al amanecer de una sesión de control que contuvo el aliento cuando al reloj de arena de Casado le quedaban treinta y siete segundos.
Hay cosas que sólo ocurren en política. La comitiva funeraria del Partido Popular estaba integrada casi a partes iguales por traidores y traicionados. Como en un paso de Semana Santa, en estricto silencio, Pablo Casado bajaba las escaleras camino del Parlamento escoltado por quienes rubricaron su sentencia y por quienes le lloraban con el corazón.
Los trajes y las corbatas eran parecidísimos. También los zapatos. Nadie se hizo un nudo Wilson para dar pistas. Sólo en los ojos, en el vidrio que estalla, podía atisbarse el signo de la lealtad. Bastaba con mirar a Pablo Montesinos, su vicesecretario de Comunicación; un río de lágrimas.
Llevaba Casado en el bolsillo una cuartilla blanca con su discurso escrito. En las bodas y en los funerales, llevamos escrito lo que vamos a decir porque la lectura es el asidero al que agarrarse para no llorar. Cuando Casado debutó en la Cámara, casi nunca leía. Pero sus discursos se llenaron de papeles como se llenan de barandillas las escaleras de la casa de quien acaba siempre tropezando.
Sería absurdo tratar de revestir de honor lo ocurrido en el Congreso esta mañana. Ni siquiera de épica. Es una generación condenada al esperpento. Cuando Casado entró al hemiciclo, el diputado Mario Garcés, que hacía veinticuatro horas se había amotinado contra su presidente, hacía amago de levantarse y aplaudía en busca de una ovación conjunta. Lo intentó pundonorosamente, pero se quedó solo. Nadie aplaudió a Casado a su llegada.
La izquierda miraba atónica. Nunca antes se lo habían puesto tan fácil. Con alejarse y dejar hacer al PP, es suficiente para gobernar sine die. Armados de doble moral, definían a Casado como el último justo de Sodoma, apedreado por los suyos "tras enfrentarse a la corrupción".
La semana pasada, en este mismo lugar, a la misma hora, Casado era un "agente de la crispación", un "hombre entregado a la extrema derecha", un "misil contra la convivencia".
Decía Rubalcaba que en España se entierra muy bien. Pero Sánchez es un hombre especialista en la voladura de cualquier tradición, sobre todo si fue acuñada por alguien de su partido. En la España de Sánchez, más que bien, se entierra muy rápido. "Le deseo lo mejor en lo personal", introdujo el presidente. Luego enumeró una serie de asuntos propagandísticos, tomó asiento... y a otra cosa.
Es paradójico lo de Casado. Su mayor virtud quizá fue la del discurso. Fue uno de los mejores oradores de la Cámara. No así hoy. Lo importante no estuvo en el qué, sino en el cómo.
El valor de Casado, que enlazó algunas frases sobre la "concordia" y el "ensanchamiento del centro político", anidó en que no le temblaron las piernas sabiéndose tiroteado por quienes le rodeaban y despreciado por quienes estaban enfrente.
Sánchez, que es más de Bilbao que los de Bilbao, dijo que no iba a convocar elecciones. Como presumiendo: "Ahora que estáis hundidos en la miseria, no me voy a aprovechar de ello".
Casado estuvo a punto de agotar los tres minutos de su tiempo en el primer turno de palabra. No quiso un intercambio de golpes con Sánchez. Le sobraron treinta y siete segundos. Esperaban los suyos un último mensaje, quizá una despedida más explícita. Pero, cuando Batet le dio la vez, se levantó y se fue. Corrieron tras él los últimos mohicanos: Ana Beltrán, Pablo Montesinos y Antonio González Terol.
Los demás se quedaron dentro. A rey muerto, rey puesto. Aplaudieron, es cierto, pero aplaudieron al hombre al que empujaron a golpe de comunicado. Sonaron más sinceras las palabras de Inés Arrimadas, que agradeció a su rival los servicios prestados "a España".
Hay un pillo que recorre los salones y los restaurantes de Madrid en busca de políticos "famosos". Les estrecha la mano y los clasifica por la calidad del apretón. Casado, abatido, bordó ese saludo. Lo hizo con firmeza. Llevaba en el rostro la frente marchita de Gardel y, como en el tango, para él más que nadie, fue un soplo la vida.
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