Me acuerdo de Luis Roldán sentado en el reservado de aquel restaurante. Tenía entre las manos una servilleta negra. De papel. Entre él y yo, la grabadora. Con cada pregunta, un pliegue. “¿Dónde está el dinero?”, doblaba. “¿Cómo empezó todo?”, doblaba. “¿Se arrepiente?”, doblaba. Roldán doblaba concienzudamente. Hasta que la servilleta era un cuadradito muy pequeño. Entonces, desdoblaba. Y vuelta a empezar.
Desde aquel día en Zaragoza, a orillas del estadio de La Romareda, han pasado ocho años. A partir de ahí, todavía no entiendo muy bien cómo, se trenzó una relación. De llamadas y mensajes. La última vez que hablamos fue por teléfono el pasado 17 de noviembre. Estaba abatido. Ya casi no podía leer. Y eso le desasosegaba, porque había encontrado en la lectura, ya en tiempo de la cárcel, un lugar al que huir.
Luis sabía que tenía cáncer. Yo también lo sabía. Me lo había contado en una ocasión anterior. Pero esta vez me dijo que todo se acababa, que no había solución posible y que sólo quedaba esperar. Era un hombre arrepentido, triste, a la espera de su final.
Era el hombre de la foto de su WhatsApp: envuelto en un abrigo negro, con una bufanda granate que le tapaba casi todo el rostro, en medio de la nieve, en mitad de una ventisca, andando. Andando hacia la ciudad de la que no se regresa.
Conocí a Luis Roldán cuando yo estudiaba cuarto de Periodismo. Como proyecto final de carrera, lanzamos una revista de investigación. Propusimos entrevistar a Roldán, el arquetipo del gran corrupto en España. Hubo alguno que nos dijo que iba a rechazar la entrevista –yo también lo pensaba– y hubo otros que sostenían que no diría nada que no hubiese dicho ya. Estos últimos también tenían razón.
Pero era el año 2014. Roldán, si hablaba, era el modelo perfecto para ahondar en la psicología de la corrupción. Y ese fue el ángulo elegido en connivencia con nuestro maestro Paco Sancho, que también murió, y al que tanto echamos de menos. “El periodismo, a veces, es buscar que te peguen el tiro, por la noche, en el muelle”, decía. Y yo para mis adentros pensaba: “Tengo que encontrar un periodismo tan divertido como ese, pero menos arriesgado”.
Conseguimos el teléfono de Roldán. Llamamos. Dijo que no. Pero, antes de que colgara, pudimos decirle que llamábamos de “Pamplona”. Y no colgó. Él había sido delegado del Gobierno en Navarra durante los años del plomo. Su familia procedía de Cirauqui, un pueblecito a las afueras. Se hizo socio de Osasuna. Era un enamorado de Osasuna. Y Osasuna desbloqueó la entrevista. ¡Martín Monreal, Iriguíbel, Echeverría! Vaya delantera.
Aquella conversación, me doy cuenta ahora, salió en el blog que creamos artesanalmente, pero no fue publicada por ningún periódico. Para mi tranquilidad, la he encontrado en un disco duro.
Alcanzamos un compromiso con Roldán: el cuestionario no podía rebasar sus andanzas navarras. Pero yo sabía que, una vez en Zaragoza, íbamos a incumplir el pacto. Creo que Luis también lo sabía.
He encontrado las notas que utilicé para preparar el encuentro. “Luis Roldán vive en Zaragoza con su tercera mujer, en una casa de setenta metros cuadrados (…) Fue condenado a pagar más de 15 millones de euros al Estado, algo que todavía no ha hecho (…) Es la mayor condena de la Historia de España a un funcionario público (…) Cumplió 15 de los 31 años de prisión a los que se le condenó por malversación, cohecho, fraude fiscal y estafa contra la Hacienda Pública”.
El encuentro
Luis Roldán se nos apareció como un hombre de gesto serio. Luego, conforme avanzaron los minutos, nos dimos cuenta de que había más tristeza que severidad. Mi compañero Miguel Sola le hizo unas fotografías impactantes. Todo estaba en la mirada.
Empezamos hablando de Navarra, tal y como habíamos convenido. Ahí, Roldán revivía. Por momentos, se podía descubrir en aquel anciano al hombre que, envuelto en su gabardina, recorría pueblos y ciudades armado de poder. Mucho poder.
Le nombraron delegado del Gobierno en Navarra porque su predecesor sólo había durado un día en el cargo. “Tuvo miedo y se marchó. ETA había atacado la fachada del edificio con un lanzagranadas”. Habló de los atentados, de la sangre en las aceras. Sacó a relucir también los logros de la Guardia Civil con él al frente, sobre todo la desarticulación de la cúpula terrorista en Bidart, año 1992.
Pero Navarra, y esa fue la excusa para llegar adonde queríamos, también era el inicio de la corrupción de Roldán. En aquel tiempo, era presidente Gabriel Urralburu, el primer presidente autonómico metido en la cárcel por delitos similares.
Roldán reconoció sobresueldos y comisiones con absoluta naturalidad. También mostró su arrepentimiento. Nos quedamos helados, quizá creímos que no iba a ser tan fácil. Era quisquilloso, se atribuía la responsabilidad de algunos de los desfalcos, pero rechazaba la de otros. Nosotros, que no habíamos nacido en los ochenta, no alcanzábamos a repreguntar. Nuestra documentación daba para lo que daba, pero no importó. No era ese el objetivo de la conversación.
–¿Cómo es el momento en que un hombre empieza a corromperse? –repito, teníamos veinte años, y nos habíamos tragado todas las entrevistas de Jesús Quintero.
–Vas viendo que ocurre con frecuencia a tu alrededor. Está demostrado. Podías verlo, pasar y no entrar, pero eso ya es una cuestión personal. Yo no hice lo que debía, eso está claro.
Después de esa respuesta, Roldán dibujó un paisaje desolador. Los políticos vascos y navarros, que se jugaban la vida todos los días, se sentían merecedores de un sobresueldo. Y Madrid se lo daba. Lo que pasa es que, según Roldán, en Madrid también cobraban esos sobresueldos.
“Cuando ibas a Madrid te daban un talón del Banco de España con el importe”. Tan sencillo como eso. No soy juez, tampoco policía. No sé si Roldán pretendía extender la sombra sobre todos los demás para justificarse él mismo. Quizá. Pero había demasiados detalles como para que aquello fuera mentira. Estaba untado hasta el apuntador.
“A mí no se me sentenció por apropiarme de fondos reservados, se me condenó por haberlos aceptado o recibido. Parecía que yo me apropiaba del dinero, pero eso no es cierto. Yo lo recibía. El dinero se nos daba a mí y a la tira de gente”, reafirmó.
Creo que le hacía gracia nuestra sorpresa. Le divirtió, en cierto modo, arrasar nuestra ingenuidad. Por cada delito que le encontraron, ponía el punto de mira en quien se había marchado libre de toda culpa.
"El perro muerde a quien puede"
Roldán aceptó el envite, se percató pronto del tono ¿filosófico? que buscamos con la entrevista. Dijo: “El perro muerde a quien puede, no a quien quiere”. Volvía a referirse a la impunidad de quienes estuvieron por encima de él en la cúpula del poder. Un discurso muy parecido al de Amedo y Domínguez con los GAL.
“El presidente del Gobierno conocía todo lo que pasaba. Era imposible que no lo conociese”, aseveró sobre ese y otros asuntos. Doblaba y desdoblaba la servilleta. Desechó unas cuantas.
La imagen de Roldán se vino abajo cuando los medios destaparon la fortuna que iba cimentando en los mencionados sobresueldos, los fondos reservados y las comisiones ilegales fruto de la rehabilitación de cuarteles de la Guardia Civil. Como digo, ni se inmutaba cuando le leíamos la lista de delitos, salvo en una ocasión: el desvío del dinero destinado a los huérfanos del cuerpo. Puso el grito en el cielo. Negó hasta la saciedad. Mencionó el auto de una jueza que le dio la razón.
“No cobraba yo solo, cobraba mucha gente, pero nos condenaron a tres y se acabó la historia”. Con esa frase abrochó el reguero de delitos y regresó a la psicología: “Sigue habiendo corrupción, es algo consustancial a la vida”. Los periódicos que estaban sobre la mesa de aquel restaurante le daban la razón. Había saltado el caso Bárcenas.
“Se ha hecho una especie de tótem en torno a los presidentes. En España no se va a procesar a un jefe de Gobierno. Lo tengo claro. Vivimos en un Estado democrático, pero muy inmaduro”, dijo sobre Felipe González y Mariano Rajoy.
Roldán había hecho mucho trabajo interior. Había meditado. En la cárcel y fuera de ella. En sus viajes a Rusia con su tercera mujer. Ese capítulo está muy bien contado en La canción de Roldán, un libro de Sánchez Dragó. Era un delincuente confeso, uno de los mayores corruptos de la democracia; pero yo lo vi, aquel mediodía, en aquel restaurante, como una persona inundada de arrepentimiento, torturada por su pasado.
–¿Qué les diría a González, Guerra, Barrionuevo, Vera y compañía?
–No les deseo mal, y menos después de tantos años. Lo siento. Siento lo que ha pasado en general. No deseo el mal a nadie.
¿Dónde está el dinero?
Dejamos para el final la pregunta más incómoda: “¿Dónde está el dinero?”. Gran parte de lo robado por Roldán no había aparecido. Tampoco lo ha hecho hoy. Debía al Estado quince millones de euros. Todas sus cuentas estaban embargadas. El piso en que vivía estaba a nombre de sus hijos.
–¿Dónde está el dinero, señor Roldán?
–Lo tiene Francisco Paesa. Él se lo llevó –Paesa es el hombre de las mil caras, quien organizó la detención de Roldán–.
Con las repreguntas, insistió: “Viajo en autobús y gasto menos que un ciego en novelas. Quien no me crea, que venga a Zaragoza a ver cómo vivo”. Roldán, últimamente, leía mucha poesía rusa. Me aconsejó a Anna Ajmatova y Marina Tsvetaieva.
No sé si Luis Roldán nos dijo la verdad. Pero aprendí que la corrupción es devastadora como la droga. Qué tontería, ¿no? Pero no debe resultar tan obvio, teniendo en cuenta la riada de corruptos nacida en España tras el caso Roldán.
“Mi historia es una gota de verdad en un océano de falsedades. Me arrepiento de mis errores, fueron muchos. No le guardo rencor a nadie. A quien se equivocó y mintió, que Dios le perdone. A los que acusaron sin deber acusar, también. Tengo muchos años. Lo que yo diga no va a cambiar nada. La Historia no se cambia”.
Luis Roldán había encontrado en “Dios y la trascendencia” otro refugio, igual que en la lectura. Para él era importante. Así que, Luis, que Dios te perdone lo que tenga que perdonarte. Descansa en paz.