Una escena de la vida del Cid, según una colección de cromos de la fábrica de Chocolates Torrent de Bañolas.

Una escena de la vida del Cid, según una colección de cromos de la fábrica de Chocolates Torrent de Bañolas. BNE

Historia

El gran enigma del único hijo del Cid: por qué luchó (y murió) al lado de los enemigos de su padre

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El 15 de agosto de 1097, un ejército comandado por el rey Alfonso VI se enfrentó a otro musulmán en las inmediaciones del castillo de Consuegra, en la actual provincia de Toledo. El choque resultó desastroso para las fuerzas cristianas, que cayeron derrotadas y se vieron obligadas a refugiarse en la fortaleza. Tras ocho días de asedio, los almorávides decidieron retirarse. Entre los más afectados por el desenlace de la batalla se encontraba Rodrigo Díaz de Vivar, que perdió a su único hijo varón, Diego Ruiz. Al Cid Campeador, que tenía otras dos hijas, María y Cristina —no Elvira y Sol, como se asegura en el Cantar—, se le esfumó de un mazazo gran parte de las posibilidades de convertir el señorío que estaba construyendo en Valencia, conquistada tres años antes, en un reino duradero.

Recogida en la Estoria de España de Alfonso X, esa es la única información que se conserva de Diego en las fuentes históricas. Su vida es un interrogante solo permeable para la ficción, y a ello se ha aventurado el escritor lucense Francisco Narla en su nueva novela, El buen vasallo (Grijalbo). "Me pregunté cómo el hijo del mejor señor de la guerra terminó luchando con los grandes enemigos de su padre: el rey Alfonso VI, quien le había desterrado por segunda vez, y el conde García Ordóñez, el hombre que había provocado que arrasase las actuales tierras de La Rioja", explica el autor a este periódico.

Los historiadores han propuesto varias hipótesis respecto: que el propio Rodrigo habría enviado a su hijo al mando de una mesnada para ayudar al monarca castellano en la defensa de Toledo, que Diego se encontrara ya integrado en la corte de Alfonso VI, formándose en la schola regia tal y como había hecho el Campeador en su juventud, o incluso que fuese criado por el monarca, manteniéndolo como una suerte de rehén para controlar las veleidades de su padre, como sugiere David Porrinas en El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro).

Castillo de Consuegra junto a molinos de viento

Castillo de Consuegra junto a molinos de viento Wikimedia Commons

Narla apuesta por abrir un conflicto íntimo entre ambos personajes que vertebra toda la narración: "El padre es el gran campeón de su época y quiere que su hijo se convierta en el mejor de sus capitanes, pero Diego no quiere luchar; su verdadera vocación no es quitar la vida, sino sanarla, convertirse en médico, y su progenitor no soporta esa idea". ¿Podría haber sido así? Del vástago no se sabe ni cuál era su edad ni cuál era la relación que mantenía con el Campeador.

Reconoce el escritor que lo más complicado a la hora de armar la novela no ha sido rastrear las escasísimas evidencias históricas sobre Diego Ruiz, sino volcar en las páginas de El buen vasallo su propia experiencia personal: "Desde que tuve las primeras ideas sabía que tenía que enfrentarme a una historia en la que un padre y un hijo luchaban entre sí. Yo tuve una mala relación con mi padre, que se mató bebiendo, y sabía que tenía que desnudarme por completo".

El autor plantea y exprime la imagen de un Diego Ruiz como un muchacho roto, rasgado por el deber filial de seguir las cabalgadas de su padre, su amor por su madre Jimena —figura que también se reivindica en la novela como imprescindible en los éxitos del Cid— y su verdadera vocación de galeno. "Los héroes se mide por la talla de sus enemigos, y si Rodrigo estuvo enfrentado con su hijo tuvo que ser porque este daba la talla", valora.

El autor de Laín. El bastador, otra ficción medieval con la que ganó el Premio Edhasa Narrativas Históricas, dice que presenta la biografía del Cid, sin sus mitos —ni infantes de Carrión, ni afrenta de Corpes, ni Jura de Santa Gadea—, como la del héroe de una tragedia. "Lo creo sinceramente: es el héroe griego clásico condenado por sus taras, lo que Aristóteles llamaba harmatia. Estaba obsesionado por su condición de baja nobleza y al final de su vida pone toda la carne en el asador para convertir Valencia en un reino. En esa lucha por desprenderse de lo que le pesa de su infancia acaba arrastrando a su familia".

"Siendo riguroso y bastante fiel con la historia, y preocupado por escribir una buena novela, el relato trágico es el único que explica su vida", afirma Narla, que imprime un ritmo frenético de frases cortas y directas con el que pretende, según confiesa, "sacudir las emociones del lector". Su conclusión final no ofrece dudas: "El Cid solo perdió una batalla: la que le enfrentó a su propio hijo".

El límite de la ficción

Portada de 'El buen vasallo'.

Portada de 'El buen vasallo'. Grijalbo

A Francisco Narla le interesan las curiosidades de la historia, "los rincones que están llenos de polvo". En sus libros se descubren a vikingos en Santiago de Compostela, a samuráis en Sevilla o a gallegos perdidos en las cruzadas. Dice que hacer una novela que sea un fiel reflejo histórico de un periodo es una utopía, y que los novelistas, por lo tanto, no hacen otra cosa que mentir. Ya lo dijo Dumas: "Prostituyo la historia, pero le hago unos hijos guapísimos".

"Cualquier narración histórica que haya triunfado, históricamente tiene fallos aunque sean veraces. Gladiator o Ben Hur son despropósitos desde el punto de vista histórico. Sin embargo, sí que reflejan bien su periodo. El novelista debe captar el aroma, el sabor del entorno. Yo intento ser riguroso, pero siempre procuro que lo que mande sea la narrativa", confiesa.