Este artículo está escrito contra corriente, pero qué quieren que les diga, lo de pararse a pensar y no dejarte arrastrar por los vientos del momento es lo que tiene. Admitan conmigo que últimamente nos encontramos sumidos de una catarata de eventos, actos, libros, artículos y presentaciones de todo tipo donde se habla de la necesidad inexcusable de tener un propósito empresarial, de impulsarlo, de crearlo, y de explicitarlo; de la indudable responsabilidad de las empresas para con la sociedad que les rodea; del impacto social y ambiental de la actividad empresarial. Y siendo todo ello importante y estando de acuerdo con el fondo del asunto me van a permitir levantar el dedo como si estuviésemos en un auditorio lleno para enunciar un “sí, es necesario, pero las cosas no son tan sencillas”.
Estaba pensando en cómo decir lo que tengo en la cabeza sin generar polémica o provocar el estruendo en las audiencias cuando me topé con una campaña para pedir que haya “una ley para impulsar las empresas con propósito”. Al hilo de esa ley, hay algunos dirigentes políticos y grandes influencers que anuncian que es urgente “una reforma empresarial”. Uno, que siempre ha apoyado el marco de la sostenibilidad (de hecho ya era profesor de la cosa antes de que se extinguiera el siglo XX), cada vez sospecha más de algunos titulares más pensados para generar clickbait en la prensa o viralidad en las redes sociales que hacer propuestas realistas. ¿Cómo se hace una reforma empresarial? ¿Y quién tiene la llave para tal cosa? Que alguien nos lo explique que estoy deseando saberlo.
Seguía rumiando cómo argumentar con tacto mis opiniones cuando cayó en mis manos un artículo-entrevista de mi admirada Esther Paniagua en estas mismas páginas de Disruptores e Innovadores. En el texto se entrevista a Lynn Yap, apóstata del capitalismo sin alma reconvertida al capitalismo altruista. En sus respuestas, y a pesar de su intento por dejar claro que es perfectamente posible introducir en las empresas el sentido del propósito, y no sólo eso, sino que a aquellas empresas que lo hacen les va mejor, no esconde sus propias dudas acerca del resultado tangible final, algo que la propia entrevistadora capta con tino cuando decide, con sutileza exquisita, titular la entrevista de esta guisa: “El oximoron del capitalismo altruista y el emprendimiento social, según la exdirectiva de Adidas Lynn Yap”.
Y es que a pesar de las enormes expectativas (uno de los hype del momento, si hablásemos en spanglish) en torno al propósito empresarial, la sostenibilidad y otro tipo de palabras-conceptos que nos rodean a diario, la realidad del día a día de una empresa es bastante más compleja y difícil. Recuerdo a un viejo profesor de economía de mi facultad que nos repetía en cada sesión dos cosas como un martillo pilón: La primera, que nunca dejásemos de leer a los clásicos (estoy firmemente convencido de que todo lo relevante está ya escrito y archiexplicado), y la segunda, uno de esos apriorismos que seguro suena muy polémico en nuestro contexto actual: “la misión social de las empresas es ganar dinero”. Cuando escuché esto último recuerdo que noté bronco y fuerte el rugido de mi espíritu revolucionario de mis veinte años. Ahora entiendo mucho mejor aquel axioma: con ciertos matices, creo que llevaba mucha razón.
Es obvio que la creación de empresas ha sido parte fundamental del bienestar de las sociedades actuales, junto a la actuación de los Estados por impulsar el bienestar en aquellos ámbitos donde las empresas no producen el óptimo social deseable, y lo han hecho haciendo lo mejor que saben hacer: maximizar la diferencia entre ingresos y gastos, generando empleo y con esos beneficios reinvertir en nuevas unidades de producción y nuevos emprendimientos para seguir con el círculo virtuoso de la creación de empleo.
¿Estoy defendiendo ganar dinero a cualquier precio? Obviamente no, de hecho para eso existen las normas y leyes que las sociedades a través de mayorías sociales determinan en cada momento para corregir excesos y externalidades al tiempo que se crea un marco de derechos de ciudadanía. En fin, eso que antes llamábamos Estado Social y Democrático de Derecho.
Hasta aquí yo creo que una mayoría de los ciudadanos, con matices de uno u otro color, pueden estar en general más o menos de acuerdo. El problema se puede suscitar cuando se acaba poniendo por delante el propósito sobre la primigenia razón de ser de las empresas. Y creo que estamos llegando a ese punto.
Hace poco hablaba con dos inversores acostumbrados a lidiar con emprendedores y startups que me decían que aunque siempre han recibido propuestas de emprendimientos que no tenían ni pies ni cabeza, o han escuchado pitch digamos que manifiestamente mejorables, la ola social (convengamos en que esto se ha convertido ya en paisaje de nuestra realidad empresarial y social) ha impulsado el número de proyectos que pueden tener muy claro el propósito pero, como me decían estos inversores, mucho menos las rudimentos básicos de lo que es una empresa y cómo puede ser sostenible (no por lo ecológico, sino por lo financiero) una vez ideado y elaborado un primer prototipo o germen de la misma. Y es que una cosa es el propósito (la visión) y otra es el artefacto (la misión). Y un número creciente de gente lo confunde cada vez más.
Vivimos en la etapa de lo políticamente correcto y mucho me temo que nadie quiere aparecer como insensible y las empresas no son una excepción, de tal forma que hacen ímprobos esfuerzos por tener (o aparentar) impacto social positivo o al menos sensibilidad social. Lo que pasa es que actuar de gendarme de sí mismo no sé si tiene mucho impacto tangible sobre la realidad, principalmente porque la narrativa sobre tu propósito no consiste en llevar a cabo una campaña de marketing, ya que las cosas son algo mucho más complejas: la narrativa está más relacionada con lo que haces que con lo que dices que haces.
Es cierto que las narrativas empresariales, el marketing y la publicidad tratan de ayudar a las empresas a impulsar su crecimiento, captar clientes y conseguir sus objetivos. Y siempre será mejor que crezca la conciencia empresarial sobre los problemas sociales y ambientales que la desidia al respecto en forma de “a mí me da todo lo mismo”. Pero tengamos cuidado, lo hemos escrito aquí muchas veces: si todas las empresas son ejemplo (así se venden) de sostenibilidad porque hay un zeitgest de época que empuja a ello, entonces la palabra sostenibilidad y lo que encierra, deja de tener valor. Si todos somos sostenibles que es lo que uno puede legar a pensar cuando hoy acude a cualquier tipo de evento (algo que dista mucho de ser una realidad), entonces nada lo es. O al menos cuesta diferenciarlo, de tal forma que la pretendida marca de valor intangible se desvanece.
Hace poco escuchábamos a la vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica apelar a la “empatía social” de las empresas eléctricas para frenar la escalada del precio de la electricidad. Suena muy bien, pero ¿dónde quedan entonces la eficiencia y la eficacia? ¿Cómo se incorpora la empatía social en los balances? ¿De qué estamos hablando? No son preguntas retóricas, ni pretendo apelar al nihilismo. Es muy fácil hablar de conciencia y empatía social con la que cualquiera podemos estar de acuerdo, pero es más difícil incorporar esa lógica en la toma de decisiones empresariales. Y no es porque la empresa no tenga propósito o esté gobernada por desalmados.
Un buen amigo que tiene una empresa de las llamadas sociales, y que impulsa desde hace años un cambio energético a través de las cooperativas en torno a paneles fotovoltaicos siempre me ha dicho que ellos hacen mucho por el medio ambiente y la sostenibilidad, y tienen muy claro su propósito, pero sobre todo tienen muy bien echadas las cuentas para que el negocio sea rentable, porque si no su propósito por bienintencionado que sea les llevaría directamente a la ruina. Y ese es precisamente el punto al que pretendo llegar. Más allá de los propósitos, creo que es necesario que hagamos buenos proyectos empresariales, que creen empleo de calidad y que impulsen las economías locales y regionales. Sin ello, los propósitos empresariales será parecidos a los que hacemos todos nosotros el día de Año Nuevo.
Y en eso andan proyectos muy interesantes que precisamente ayudan a financiar empresas y startups innovadoras donde el mercado tradicional no suele aportar tantos recursos como son La Bolsa Social y Ship2B, por poner dos ejemplos bien conocidos. Necesitamos financiar buenos proyectos y hacer de ellos empresas que sean rentables, o al menos lo pretendan, porque si no es así, entonces no serán empresas, serán otro tipo de organizaciones sin ánimo de lucro que también son muy necesarias en nuestras sociedades.
Soy de la opinión que es más fácil ayudar a una buena idea con impacto social o ambiental a ser sostenible financieramente que convertir a una empresa con pingües beneficios en una empresa con impacto positivo. En este caso el orden del proceso en mi opinión resulta determinante. Pero quién sabe, en este mundo ya casi nadie puede asegurar casi nada. Hay empresas que se lanzan ya con un propósito por delante, sin un modelo de negocio claro, y también encontramos grandes empresas que son líderes en contaminación que, sin embargo, proclaman a los cuatro vientos que son las campeonas del mundo en sostenibilidad. Muchas veces la mejor imagen ante los consumidores (a eso se reduce muchas veces, no siempre, el propósito declarado de muchas compañías) no es de quien más se preocupa por la sociedad y sus problemas, sino de quién tiene más dinero para invertir en publicidad.
Lo único que tengo claro es que, en la práctica, es bastante difícil conseguir ganar dinero al mismo tiempo que salvas el mundo de todos sus males. Y tampoco tengo claro que la mejor filosofía para hacerlo sea consumiendo más bienes y servicios. Sigo pensando que la mejor forma de resolver muchos de estos problemas es haciendo buenas leyes. Y no hablo de leyes que regulen hasta el último detalle o que establezcan un modelo burocrático asfixiante, todo lo contrario: hablo de regulaciones inteligentes, que estimulen y que activen los incentivos adecuados. Los seres humanos somos básicamente carne, huesos e incentivos. Poco más, créanme.
En esto tampoco es que lo estemos haciendo demasiado bien. Ahora que nos hemos lanzado como kamikazes a luchar contra el cambio climático de la mano de la transición energética nos damos cuenta de que mucha gente se está comenzando a hartar, y de repente vemos que algunas de las ideas que impulsaban los mejores propósitos comienzan a no ser tan populares. Y cuando se produce un escándalo mediático (una marca global de ropa que tiene trabajadores en régimen de semiesclavitud; una gran multinacional que contamina más que todos los africanos juntos; una empresa que no cumple con sus trabajadores) la crisis marginal en sus ventas suele resolverse con una campaña de publicidad apelando a un nuevo propósito.
Para concluir les cuento que me he ido a hablar con humildes empresarios de mi entorno más cercano (las peluqueras de origen boliviano que me cortan el pelo, el tendero oriundo de Bangladesh al que compro la fruta o los amigos colombianos que preparan un excelente pollo al carbón en su pequeño local del barrio) acerca de esta cuestión del propósito y todos me contestan lo mismo: todo eso que otros llaman propósito es un lujo para nosotros. Su único y genuino propósito es sobrevivir y seguir teniendo un par de empleados que les ayuden para poder seguir alimentando a sus familias. Y es que hablamos ya más del propósito social empresarial que de la realidad de nuestro parque empresarial, en un país donde el 90% de las empresas son micropymes que apenas consiguen que sus trabajadores y propietarios lleguen a fin de mes. No sé si primero deberíamos arremangarnos a resolver primero esto último.
***Agustín Baeza es director de Asuntos Públicos de la Asociación Española de startups y coordinador del Grupo de Economía Digital en APRI (Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales).