Muy pocas horas después de que Vladimir Putin encendiera la luz verde para su “operación militar especial” en Ucrania, el investigador Mikhail Gelfand, un anciano profesor de Bioinformática del Instituto Skolkovo de Ciencia y Tecnología, cerca de Moscú, animó a algunos de sus estudiantes a salir a la calle y elevar la voz contra la guerra.
"Nuestros padres, abuelos y bisabuelos lucharon juntos contra el nazismo. Desatar una guerra en aras de las ambiciones geopolíticas de los líderes de la Federación Rusa, impulsada por dudosas fantasías historiosóficas, es una cínica traición a su memoria", advirtió Gelfand tal y como él mismo relató en una entrevista publicada en Science.
Muchos de los alumnos de Gelfand acabaron detenidos por el régimen de Vladimir Putin. Y Gelfand decidió promover una desafiante carta pública que ha sido secundada por miles de investigadores y periodistas científicos rusos en la que denuncia que el país va camino de la ruina y que la guerra va a convertir a los investigadores en parias, dado que la investigación es imposible si no existe la colaboración internacional entre colegas.
Sin ser un ejemplo de alta literatura, la carta del profesor Gelfand evoca la valentía de otros intelectuales que combatieron al régimen soviético. Entre ellos, al Nobel de Literatura Alexander Soljenitsin, quien abrió los ojos del mundo a las decenas de miles de muertos en campos de concentración soviéticos, igual que el mentor de nuestro NANO club Primo Levi lo hizo con los campos de exterminio judío.
Soljenitsin escribió su Archipiélago Gulag en absoluto secreto, para disgusto de la KGB, la matria de Vladimir Putin, que no logró interceptar el manuscrito, finalmente publicado en París en 1974. Fue un bombazo a la humanidad. Soljenitsin escribió:
“Al mantener el silencio sobre el mal, enterrándolo con la profundidad necesaria para que no salga a la superficie, estamos implantándolo y resurgirá mil veces en el futuro. Cuando ni castigamos ni censuramos a quienes lo practican, no solo estamos protegiendo su imagen: destruimos los fundamentos de la justicia para las nuevas generaciones”.
En las semanas posteriores a la carta de Gelfand, instituciones científicas de todo el mundo han anunciado la ruptura de lazos con la ciencia de Rusia y la no participación en congresos científicos programados en territorio ruso. Por ejemplo, la Alianza Alemana de Organizaciones Científicas, que abarca a instituciones de enorme prestigio como la Fundación Alexander von Humboldt o la Sociedad Max Planck, han congelado la cooperación con Rusia hasta nuevo aviso. O las sociedades matemáticas del Reino Unido, Canadá, Francia, Polonia y EEUU no acudirán al próximo Congreso Internacional de Matemáticos en San Petersburgo.
También el Consejo Ártico, un foro intergubernamental de investigación, ha bloqueado a los investigadores rusos. Y muy relevante ha sido la decisión del CERN, el Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra, que agrupa a cerca de 12.000 científicos de más de 70 países. 1.000 de ellos son rusos que no tendrán que abandonar inmediatamente sus proyectos actuales, porque arruinaría mucho trabajo programado, pero no podrán iniciar nuevas colaboraciones.
Pero nos vamos a detener en la decisión de la Comisión Europea de revisar todos los proyectos en curso en los que participan organizaciones de investigación rusas, tanto en el marco de Horizon Europe como de Horizonte 2020, el anterior programa de investigación e innovación de la UE. Porque su impacto, más allá de la cuantía de los proyectos en marcha -teniendo en cuenta, además, que Rusia no forma parte de la UE- es un auténtico misil que seguirá socavando al ya depauperado pseudoimperio ruso, todavía heredero de la pujanza de la Academia de Ciencias soviética.
El pensamiento científico es esencialmente poder. O, como dijo Bertrand Russell, “esa clase de pensamiento cuyo propósito, consciente o inconsciente, es conferir poder a su posesor”. Por eso tiranos y dictadores tienen a intelectuales y a científicos en el centro de su diana. Y de ahí la enorme relevancia del golpe que se le puede dar a Rusia con el aislamiento cultural y científico, más allá del bloqueo financiero a sus oligarcas o de la asfixia económica.
El Consejo Europeo de Investigación (ERC en inglés) es el organismo de la Comisión Europea que trata de impulsar a las mentes más brillantes de Europa e impulsar la llamada blue sky science, es decir, aquella investigación que ni siquiera asoma en la realidad, la más pura, la que proviene de la imaginación del investigador y que puede acabar en una genialidad digna de premio o, por el contrario, ser un viaje a ninguna parte. En la terminología empleada por fondos de capital riesgo, serían ideas en las que el “risk” es muchísimo mayor que el ”gain”.
Las ERC Grant son desde 2009 el programa estrella de las subvenciones (o becas, si nos quitamos de encima el prejuicio semántico del que carecen los anglosajones) europeas y que permiten a los investigadores europeos de todas las disciplinas ir subiendo peldaños en su carrera. De ahí sus tres modalidades Starting, para quienes se doctoraron de 2 a 7 años atrás; Consolidator, para doctores de 7 a 12 años de carrera; y las Advanced, para quienes hayan demostrado un historial de impactos significativos en los últimos 10 años.
Se acaba de publicar la lista de 313 investigadores de 43 nacionalidades seleccionados por el Consejo Europeo de Investigación en su programa Consolidator Grant (1,5 millones de euros de inversión por cada proyecto). Y como es tradicional, científicos de centros de investigación de Alemania (43) y Francia (29) se llevan el grueso del presupuesto. España, que acostumbra a estar en la media de la tabla, no se mueve de ahí y ha visto reconocidos proyectos de 17 personas investigadoras, todas ellas con talento para colarse entre los 2.652 aspirantes. En otro NANOclub de Levi hablaremos de ellos.
Pero, más allá del apabullante liderazgo alemán, lo sorprendente es que, entre alemanes y franceses, se colocan ni más ni menos que los británicos, con 41 proyectos aprobados. ¿Pero los ingleses no se habían ido de la Unión Europea? La respuesta es sí, pero no. Los británicos se han ido, pero no para todo. Y demostraron inteligencia al incluir en el Acuerdo de Comercio y Cooperación UE-Reino Unido y la Declaración Conjunta sobre Participación en Programas de la Unión que lo acompaña, la continuidad de Reino Unido en el noveno Programa Marco de la UE, Horizonte Europa, como país asociado.
Esta decisión otorga a los investigadores del Reino Unido acceso no sólo al Consejo Europeo de Investigación (ERC), las Acciones Marie Skłodowska-Curie (MSCA), la financiación de subvenciones del Consejo Europeo de Innovación (EIC), así como el derecho a participar y liderar consorcios con la UE e internacionales.
Más allá de Horizon Europe, el acuerdo también permite el acceso del Reino Unido a Euratom Research and Training, la instalación del Reactor Termonuclear Experimental Internacional (ITER), el programa de observación de la Tierra Copernicus y los servicios de seguimiento y vigilancia por satélite de la Unión Europea. Reino Unido entendió que la colaboración científica es indispensable para su supervivencia. Y que el pensamiento científico es poder. El que Putin anhela incrementar y que los científicos rusos no podrán concederle convertidos en parias.