¿Irías a comer a un restaurante con un menú de 270 euros en el que sólo se admiten 16 comensales por turno? Seguramente la respuesta, en primera instancia, sea dubitativa. Si añadimos a la ecuación que la gastronomía corre a cargo de un dos estrellas Michelín, como Kiko Moya, seguramente la decisión vaya estando más clara. Y si a esto le sumamos que se trata del primer restaurante español y el séptimo del mundo en ofrecer una experiencia inmersiva, quizás el gusanito de la curiosidad haya hecho su particular aterrizaje.
Hablo de Sinestesia, un local que apenas abrió sus puertas hace unas semanas en Madrid y que hace de los conceptos de inmersión y multisensorial su bandera. Bajo estos términos, tan ambiguos como grandilocuentes, lo que se encuentra es una experiencia culinaria que combina la comida (deliciosa, dicho sea de paso) con un ameno espectáculo a lo largo de las dos horas y media que dura el pase y, lo más importante, un despliegue tecnológico para aislar a los comensales del mundo exterior e introducirlos en un universo paralelo, plagado de colores y sensaciones.
En este caso, ocho grandes proyectores a cargo de Epson de 8.000 lúmenes y con ópticas periscópicas se encargan de llenar las cuatro paredes de la sala de imágenes evocadoras, creadas expresamente para la ocasión. Lo que presencié allí no solo fue una deliciosa comida, sino un vistazo fascinante al potencial de las tecnologías inmersivas en diversos aspectos de nuestras vidas.
Y es que, más allá de la gastronomía, estas tecnologías inmersivas están redefiniendo numerosos sectores, desde la educación hasta la atención médica y el turismo. En el ámbito educativo, están revolucionando la forma en que los estudiantes aprenden y comprenden conceptos complejos, en que pueden experimentar en viajes a la historia o entrar en parajes naturales distantes de su localización real. Imaginemos a un estudiante de historia caminando por las calles de la antigua Roma o a un futuro científico explorando las maravillas del sistema solar, todo desde la comodidad de un aula.
En el campo de la medicina, las aplicaciones de las tecnologías inmersivas ya se están utilizando para tratar trastornos de ansiedad, fobias y traumas, ofreciendo un enfoque innovador y efectivo para la salud mental. Incluso el turismo también está experimentando una transformación gracias a las tecnologías inmersivas. ¿Te imaginas explorar las pirámides de Egipto o sumergirte en los arrecifes de coral sin salir de tu hogar? Con la realidad virtual, esto se ha vuelto posible, permitiendo a los viajeros vivir experiencias que de otro modo serían inaccesibles o prohibitivamente costosas.
No hablo (ni de lejos) de nada similar al metaverso. Ni estoy haciendo una apología de que la realidad virtual y aumentada (salvo que Apple consiga revertir la tendencia histórica de este campo) vaya a ser de dominio masivo. Pero sí que estas tecnologías inmersivas, con o sin interfaces personales de acceso, puedan ser explotadas de manera interesante en algunos nichos de actividad. Y, ejemplos como el que nos ocupa, pueden ser sumamente prometedores, también a nivel de desarrollo económico de un ecosistema de contenidos muy especializados.
En última instancia, las tecnologías inmersivas no son solo herramientas para entretenernos, sino vehículos para expandir nuestras fronteras cognitivas y emocionales. Desde un restaurante multiexperiencial hasta el aula de clases o la sala de operaciones, estas tecnologías están enriqueciendo nuestras vidas de formas inimaginables. Nos invitan a explorar nuevos mundos, a desafiar nuestras percepciones y a reconectar con lo que nos hace humanos: la capacidad de soñar y crear.