Hágase la paz y no la guerra, aunque hoy sea menester hablar de la segunda. No es un tema ajeno a lo tratado en D+I: las innovaciones en defensa son caldo de cultivo para grandes avances también en el ámbito civil. Sin embargo, vamos a complicar un poco más la ecuación, remontándonos hasta la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra.
116 años de contienda entre dos de las grandes potencias europeas de la época en la que se vivieron batallas épicas, como las de Crécy o Agincourt. Ambas son consideradas como algunos de los enfrentamientos más destacados de la Edad Media y no sólo por las estrategias empleadas o los botines en juego. Hubo otro aspecto clave en estas pugnas: las armas que empuñaban cada uno de los dos ejércitos involucrados.
Por el lado francés, las míticas ballestas. En el bando inglés, arcos largos. Ambos ejércitos disponían de la capacidad técnica para utilizar cualquiera de estas dos armas. Y la elección, que poco tuvo de azar, marcó la victoria británica en esas batallas incluso pese a partir de una inferioridad numérica en efectivos sobre el terreno.
Los arcos largos ingleses (longbow) tenían más alcance -entre 150 y 300 metros-, eran verdaderamente mortíferos y podían disparar más veces por minuto -más de 10 disparos en ese período-, ya no solo en comparación con las ballestas, sino incluso en relación con las armas de fuego de aquellos años.
Los franceses sabían de esta ventaja armamentística. Igual que otros países como Escocia. De hecho, no fue Inglaterra la precursora de los arcos largos, sino sus vecinos galeses que los emplearon previamente y a conciencia durante sus propias pugnas internas. Y, sin embargo, ninguno de estos países decidió utilizar el arco largo, sino que siguieron apostando por las ballestas claramente inferiores. Y, cual causa-efecto, le entregaron la hegemonía militar a Inglaterra. ¿Por qué?
El precio no era impedimento alguno: los arcos largos eran más baratos y fáciles de fabricar. El aspecto técnico ya lo hemos resuelto: no hay punto de comparación alguno entre la utilidad de ambas armas. Solo queda la respuesta más inquietante y, al mismo tiempo, más lógica de todas: que ni los franceses ni los escoceses querían emplear los endemoniados arcos largos.
Esta línea argumental es la defendida por un estudio científico, que ha dado con una posible explicación a esta particular disyuntiva. Los investigadores la llaman "la teoría de la adopción de tecnología institucionalmente restringida".
El único impedimento de los arcos largos era que, para ser usados con efectividad, se necesitaba una cierta formación. En aquellos tiempos de inestabilidad política, dotar a una gran masa de población de ese conocimiento suponía darles el poder, la capacidad, de organizar rebeliones contra los gobiernos autoritarios de turno. Y ese temor fue el que hizo que ni Francia ni Escocia quisieran darles esa oportunidad a sus ciudadanos.
Inglaterra, por el contrario, "era el único país de la Europa medieval tardía lo suficientemente estable como para permitir a sus gobernantes optar por la mejor opción tecnológica". Con ello, pudieron pensar más en lo que tenían que ganar -de cara a batallas en el exterior- que los potenciales riesgos internos.
¿Les recuerda a algo? En los últimos años hemos visto medidas proteccionistas de toda índole, con motivaciones exclusivamente políticas, que han supuesto un frenazo en seco al potencial innovador. Al mismo tiempo, y en lugar de regular las nuevas fórmulas de economía colaborativa, se ha optado por poner puertas al campo a través de regulaciones obsoletas. Con la inteligencia artificial sucede lo mismo: ante los innegables riesgos que presenta, hay voces que apelan a una restricción masiva.
El equilibrio entre los riesgos que presenta cualquier evolución tecnológica y sus potenciales beneficios es siempre una tarea ardua. Y eso conlleva una reflexión profunda, el entendimiento entre tecnólogos, políticos y la sociedad en su conjunto. Pero lo que no podemos permitirnos, como no pudieron los galos, es renegar de la innovación por el pánico a perder el débil statu quo que hemos cosechado hasta ahora.
*** Parte de esta columna se basa en las investigaciones 'Institutionally Constrained Technology Adoption: Resolving the Longbow Puzzle' de Douglas W. Allen y Peter T. Leeson, publicada en The Journal of Law and Economics y cuyo original puede leerse aquí, y 'The face of battle? Debating Arrow Trauma on Medieval Human Remains from Princesshay, Exter' de Oliver H Creighton, Laura Evis, Mandy Kingdom, Catriona J McKenzie, Iain Watt y Alan K Outram, cuyo original puede leerse aquí.