En estos tiempos acelerados que vivimos a veces damos por sentadas muchas cosas porque, utilizando el viejo refrán, siempre se han hecho así, pero conviene revisar de vez de en cuándo alguno de estos viejos axiomas que parecen tallados en mármol.
Hoy, todo el mundo habla de transformación, de reformas, de digitalización, de sostenibilidad y de otros cuantos palabros a cada cuál más impactante y, al mismo tiempo, menos concreto; omito los más utilizados porque les he cogido un poco de tirria. Seamos humanos y comprensivos, no carguemos en exceso las tintas.
Creo que todos somos conscientes de que muchas cosas deberían cambiar —otra cosa es que lo verbalicemos y hagamos público—, debido a que muchos espacios y elementos de la realidad se están transformando delante de nuestros ojos a pasos agigantados: las formas del trabajo, el empleo, que no deja de ser una de las formas del trabajo, las relaciones laborales, los modelos de acuerdo entre trabajadores y empresarios, la gobernanza de las compañías.
El siglo XX ha muerto en muchos de sus parámetros economicistas y sociales, y el siglo XXI nos ha traído una nueva realidad compuesta por múltiples fragmentos que todavía estamos tratando de encajar en las estructuras tradicionales que, estas sí, queremos preservar a toda costa.
El diálogo social, ya saben, esa especie de mesa poliédrica donde se sientan el gobierno, la patronal y los sindicatos mayoritarios, es una institución de todo estado democrático que se precie. De hecho, el nuestro, se constituye en Estado social y democrático de derecho, así reza el artículo primero de la Constitución Española de 1978.
En su artículo 7 nuestra ley de leyes proclama además que "los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios", es decir, nuestra Carta Magna sacraliza de alguna forma la existencia de organizaciones que defiendan los intereses de empresas y trabajadores, intereses que siempre han estado y seguirán estando en conflicto, y es que la lucha de clases por mucho que algunos quieran tirar los textos marxistas a la basura, sigue estando en primera línea de combate dialéctico en nuestros tiempos, aunque los ropajes hayan cambiado, y mucho. La mutación de los actores y circunstancias del conflicto no ha acabado con él, sino que ha modificado su apariencia.
Puestas así las cosas, el diálogo social ha sido fundamental para alcanzar determinados acuerdos políticos y económicos en nuestra democracia: desde los Pactos de la Moncloa (que fueron acordados entre partidos, pero ratificados por los agentes sociales), pasando por el histórico Acuerdo Económico Social de 1984, y así una larga suma de acuerdos y pactos que han ido conformado una institucionalidad en torno a nuestras leyes laborales, económicas y sociales. De tal forma que hoy en día puede decirse que en España es muy complejo tomar medidas de carácter económico, y mucho menos laborales, sin contar con un acuerdo previo, o al menos un pacto implícito entre el gobierno de turno y los llamados agentes sociales.
Así debe ser, al menos si pensamos y queremos que el artículo 1 no sea un mero eslogan publicitario —aunque algún día deberíamos debatir profundamente qué significa tener un estado social y democrático de derecho en un mundo donde el capitalismo ha triunfado en todas las facetas humanas—.
La concertación política y social siempre suele dar más frutos y de mejor calidad y, sobre todo, permite que esas medidas sean más longevas en el tiempo. Esto complica un poco las cosas a la hora de abordar reformas estructurales, sobre todo en estos tiempos que exigen rapidez y celeridad, es cierto, pero también nos asegura que un gobierno no tenga tan fácil tirar por la borda décadas de acuerdos o de culturas. De ahí que la reforma de las pensiones, las reformas laborales o el tan cacareado pacto de rentas (non nato y abocado a mantenerse en este estado por lo que parece) no sean platos que se puedan cocinar sin gran capacidad de entendimiento, acuerdo y longitud de miras. Aunque vivimos, parafraseando a un viejo trovador, en "malos tiempos para la lírica".
Necesitamos acuerdos y diálogo social, pero las preguntas que quiero lanzar al aire son las siguientes: ¿Quién o quiénes deben protagonizarlos? ¿Cómo se legitiman las ausencias y las presencias en dichas mesas de diálogo? ¿Cómo articular un elemento ciertamente capital de nuestra arquitectura democrática? ¿Por qué nunca se ha elaborado una ley que defina esos parámetros y que de una estabilidad al mismo tiempo que garantiza una evaluación de su idoneidad con el paso del tiempo?
El diálogo social se ha convertido en una institución en sí misma, pero no se habla nunca de quienes son llamadas a esa mesa. Y digo yo que si estamos todo el día hablando de la importancia de la innovación en todos los sectores, debiéramos fijarnos también en cómo innovar en algo tan decisivo.
Desde que se aprobó la Constitución ese diálogo social, con sus pequeños matices, lo han protagonizado el gobierno de turno, por un lado, y CEOE, CEPYME, Comisiones Obreras y UGT por el lado de los agentes sociales. Así ha sido, insisto, salvo en algunas derivadas de esa mesa que llegan a implicar a organizaciones de diferentes sectores y verticales.
El criterio, nunca establecido en ningún lado (al menos que yo sepa) es meramente cuantitativo: son las organizaciones más numerosas de aquellas que representan a los empresarios y a los trabajadores. Esto, como tantas otras cosas, tenía todo el sentido en momentos tan convulsos como la transición y los primeros años de nuestra democracia (imaginen el guirigay que se podría haber formado si se hubieran puesto otros criterios), pero creo que la realidad y el estado de madurez de la sociedad española en nuestros días exige repensar esos criterios y adaptarlos a la realidad. Innovar, en suma.
Por el lado de los trabajadores, UGT y CCOO aglutinan a poco más de dos millones de trabajadores de los más de 20 millones que existen en nuestro país, apenas el 12,5% de los mismos, un porcentaje que ha ido disminuyendo año tras año desde más de un 40% de finales de los 70. Por el lado de los empresarios, el sistema es más complejo porque CEOE y CEPYME recogen a organizaciones de todo tipo, por lo que es más complejo conocer el grado de representatividad de ambas instituciones de los más de 3 millones de empresas que existen en España.
Concedamos y valoremos con toda justicia, en cualquier caso, que ambas entidades, sindicatos y patronales presentes en la mesa de diálogo social, tienen una alta representatividad en términos cuantitativos, pero ¿cualitativamente representan ya a la enorme diversidad de compañías y trabajadores de nuestro país?
El ánimo de este texto no es en absoluto criticar ni negar la presencia de estas organizaciones ya decanas de nuestra sociedad, todo lo contrario. Pero sí hay que preguntarse si los nuevos fenómenos económicos, el nuevo tipo de trabajadores, las nuevas compañías que nacen al son de la disrupción tecnológica se sienten representadas en los grandes acuerdos que se fraguan al calor de esa mesa.
En los últimos años a poco que uno sea observador se habrá dado cuenta de que el diálogo social muestra claros signos de miopía, por decirlo suavemente, utilizando para resolver o proponer soluciones a problemáticas de los nuevos sectores económicos y sociales que emergen con la innovación, la digitalización, la economía del impacto o el cooperativismo, unas lentes del pasado que se han quedado ciertamente obsoletas. El resultado no es sólo insatisfactorio para los agentes de la nueva economía, sino que no suele ser eficaz para afrontar esos nuevos retos.
Ha habido momentos concretos en que se ha rozado lo sublime. En estas mismas páginas escribimos hace tiempo el error de legislar (no tanto porque fuera a salir mal, sino porque se perdía una oportunidad de innovar en este marco) la mal llamada "ley de riders", sin contar ni con la opinión de los trabajadores directamente afectados, ni con las compañías que los contrataban. Ni los riders, ni las compañías querían bajo ningún punto de vista los términos del acuerdo que se concretó en ese diálogo social.
Podríamos hablar de muchos otros colectivos de trabajadores y empresas que tienen características singulares o que han crecido en un entorno fuera del marco tradicional donde los agentes sociales tradicionales son más poderosos (administración pública, grandes compañías de sectores regulados) y que, hoy en día, están claramente subrepresentados en esa mesa de diálogo social.
Estamos hablando de millones de trabajadores para los cuales ciertos debates puristas en torno a lo que son los derechos laborales o las modalidades de contratación no forman parte de sus preocupaciones más inmediatas, y de compañías que tienen culturas de trabajo que han superado los marcos restrictivos de las relaciones de poder tradicional entre el factor capital y el factor trabajo.
Hay cada vez más trabajadores para los que la distinción entre ser laborales o autónomos es una mera cuestión administrativa, y les gustaría poder hacer una combinación de ventajas de una y otra fórmula, pero esa "innovación social" no suele ser vista con buenos ojos en esa mesa de diálogo social. Hay compañías como las startups que quieren dar participaciones de su capital a sus trabajadores como parte de su salario, pero que son miradas como sospechosas habituales enfermas de anarcocapitalismo, cuando hasta Marx si viviera, se hubiera quedado muy confundido viendo cómo el malvado capitalista quiere compartir una parte del capital social con sus trabajadores.
Es como si patronales y sindicatos, o más bien, el famoso diálogo social, en suma el debate político, pues el gobierno de turno es actor decisivo por cuestiones lógicas, exigiera a sus actores tomarse en serio sus roles tradicionales y no abandonarlos bajo ninguna circunstancia o excepción: unos tienen que ser capitalistas y otros trabajadores, como Dios quiere y manda, como siempre ha ocurrido, porque así son las cosas. Y también pelearse y acordar como se ha hecho toda la vida.
Como aquí en esta tribuna hablamos de innovación, y de esas instituciones y espacios de debate y actuación que están en la frontera entre lo público y lo privado, creemos que para reformar las estructuras económicas y sociales de este país necesitamos que las startups, las cooperativas y las empresas de economía social estén presentes en estas mesas de diálogo social. Pero también aquellas estructuras sindicales que se forman con otros códigos y parámetros para que las trabajadoras de limpieza en hoteles (las llamadas Kellys), los riders, o aquellos trabajadores que no tienen un empleo con horaria y salario fijo (e incluso no lo quieren) puedan llevar sus reivindicaciones a estos espacios de concertación y diálogo social.
Esto no sólo será bueno para los intereses de estas personas y estas organizaciones, sino para todo el país. No podemos dejarnos fuera a medio país, esta región no se lo puede permitir.