John Gray señala en su libro Perros de Paja, publicado en 2003, que “el humanismo no es ciencia, sino religión: una fe poscristiana en la capacidad de los humanos para crear un mundo mejor que ninguno en el que hayan vivido antes”. Su texto provocó un cataclismo en muchos sectores del pensamiento y el conocimiento a principios de siglo. No piensen que se trata de un negacionista de la ciencia, muy al contrario: nos encontramos ante uno de los grandes científicos sociales todavía vivos. Recuerdo haber leído el libro con poca atención en su momento. He vuelto a su lectura en las últimas semanas y esta vez, el terremoto lo he sentido hasta el mismo tuétano.
Como ustedes entenderán después de semejante afirmación de Gray uno sólo tiene dos opciones: darse al nihilismo, o hacerse el ingenuo hasta el fin de sus días. Digamos que, en mi caso, prefiero optar por un camino más complejo, tratando de pensar por mí mismo, y examinando lo que nos pasa.
La tesis del libro es que aunque nos creemos muy distintos al resto de los animales, no dejamos de ser sino una de las especies que ha habitado la Tierra. Y sí, creemos que somos únicos y la mejor de todas ellas, pero claro, nos estamos cargando el planeta. Según la hipótesis Gaia, la diosa terrestre nos tratará como lo que somos para ella: un microbio que se ha reproducido en exceso (se calcula que en la segunda mitad de siglo XXI alcanzaremos la cifra de 10.000 millones de seres humanos). Puede que el problema a largo plazo no sea el cambio climático sino que simplemente nuestra especie desaparecerá como tantas otras. Gray también nos recuerda que igual que desaparecieron los dinosaurios, o nosotros acabamos con otras especies (y no se refiere sólo a los últimos doscientos años, sino a hace miles de años: a ver si pensamos que sólo el hombre moderno y capitalista es el asesino natural en serie más terrorífico de la historia del planeta), nosotros también vamos a acabar criando malvas.
Pero hete aquí que contamos —o eso creemos, confiados en nuestra superioridad congnitiva— con una criptonita que no tienen ni los ratones, ni los felinos, ni las plantas: lo llamamos progreso técnico. Las sociedades se han ido secularizando (primero abandonando progresivamente las religiones como principios rectores, pero también las grandes ideologías del siglo XX que determinaban nuestra cosmovisión del mundo), de tal forma que la ciencia y la tecnología han ido progresivamente ocupando su lugar. Las nuevas generaciones (y en parte las más viejas) ya no miran al cielo en busca de ayuda, tampoco salen a la calle a encontrar su espacio de militancia, sino que compulsivamente consultan sus pequeñas pantallas como si fueran una suerte de demiurgos de bolsillo con los que ir avanzando por la vida.
Los grandes avances científicos, la democratización en el uso y acceso a la tecnología, las conquistas innegables que se han producido en muchos ámbitos en términos de calidad de vida para crecientes masas de personas, nos han terminado por convencer de que por fin dominamos el mundo que nos rodea. Al final, aquel homínido que salió de las praderas y bosques del este africano, y que tenía que luchar a diario por su supervivencia en un mundo natural hostil, cree haber encontrado la varita mágica para domar al conjunto de planeta en su beneficio.
Nuestra tecnología se convierte así en la herramienta que nos asemeja más a los dioses. De tal forma que un tsunami recorre todos los continentes: una utopía científica que nos hace pensar que, una vez derrotados nuestros viejos enemigos seculares (el hambre, la sed, el techo donde cobijarnos de la fiera naturaleza, etc.), conseguiremos vencer y sobrepasar aquellos límites que siempre hemos considerado como imbatibles para nuestro verdadero propósito: los viajes en el tiempo, la réplica industrial de nuestros cerebros, el envejecimiento y nuestra propia condición mortal. Nuestros anhelos y sueños cada vez más cerca.
Creemos esto porque los datos estadísticos nos dan supuestamente la razón: la ciencia y la tecnología han conseguido que las actuales generaciones vivan mejor que cualquiera de las precedentes. De hecho, dichos datos corroboran que en términos de renta per capita, de desigualdad, de longevidad, de salud y educación, esto es cierto. Pero, ¿somos más felices? Gray nos dice que los antropólogos están convencidos de que las sociedades nómadas recolectoras eran más felices que nuestras sociedades opulentas. Creo que sólo hay que leer la prensa y mirar a nuestro alrededor para tener una primera impresión: pareciera como si una plaga de enfermedades mentales se hubiera extendido allí donde la civilización a través de la ciencia y la tecnología ha alcanzado sus máximos desarrollos. Podríamos trazar incluso —ya sé que correlación no implica necesariamente relación de causalidad— una regresión lineal que vincula casi de forma perfecta el proceso de digitalización y la infelicidad. Sé que me estoy metiendo en un jardín, pero no dejo de pensar en ello.
La pregunta que me hago es: ¿puede la ciencia y tecnología suprimir el lado perverso de la condición humana? Algunos contestarán que la tecnología es neutra, que todo depende de la educación y los valores sociales, que hay que hacer pedagogía del buen uso de las herramientas tecnológicas, que el cuchillo se inventó para cortar el pan y la fruta, no para asesinar a tus semejantes, etc. Conozco todos esos argumentos, pero la historia nos demuestra que, lamentablemente, cuando una nueva tecnología ha sido descubierta lo primero que se hace con ella es normalmente el mal: el acero de la espada, la pólvora de las pistolas y los cañones, la aviación para bombardear, la energía nuclear para amenazarnos con la destrucción total, incluso lo que hoy llamamos inteligencia artificial, que no es ni más ni menos que estadística y computación avanzadas, que se utilizó en primer lugar para diseñar las primeras bombas nucleares y de hidrógeno.
Gray afirma en su libro: “En la ciencia, el saber es un bien sin paliativos; en la ética y en la política, es malo y es bueno al mismo tiempo. La ciencia aumenta el poder humano y agranda los defectos de la naturaleza humana. Nos permite vivir más tiempo y tener niveles de vida superiores a los del pasado, a la vez que nos capacita para causar destrucción a una escala mayor que nunca antes”.
Como héroes románticos en pos de un propósito más o menos declarado, todos andamos como pollos sin cabeza corriendo detrás de todas las pelotas que saltan al campo. Creemos en el progreso técnico y científico como medida de todas las cosas. Y no nos permitimos un segundo de reflexión, no sea que alguien esté inventando y publicando en ese momento en una red social que ha inventado la rueda cuadrada y lleguemos tarde al acontecimiento. Todos queremos ir como pasajeros en esas naves que supuestamente los millonarios se están construyendo de manera furtiva por si hay que abandonar el planeta a toda pastilla.
Si es verdad que el humanismo es una religión, entonces qué sentido tiene hablar de 'digitalización humanista'. ¿Acaso lo digital puede tener algo de humano? ¿Vamos a replicar en bits lo que nos concede dicha condición? ¿Hemos diseñado nuestra tecnología para servir a las necesidades de los humanos o la hemos diseñado para crear un mundo nuevo en el que no necesitemos nada de lo que nos rodea?
Aristóteles decía que los seres humanos somos “zoones politikones”. Y es verdad que el humanismo confía mucho en la segunda condición, pero me temo que se suele obviar la primera. Hay quien dice que no dejamos de ser unos primates con whastapp. Incluso algunos consideran que no somos otra cosa que meros “monos estocásticos”. Yo siempre recuerdo que la población más educada y culta de la historia, la Alemania de principios del siglo XX fue capaz no sólo de alumbrar, sino de sostener y apoyar una de las aventuras políticas más terribles de nuestra historia: el nazismo. Por cierto: sólo nos acordamos del holocausto y la guerra que provocó aquella ideología perversa, pero olvidamos que todo aquel tinglado se construyó a lomos de la vanguardia tecnológica que era el verdadero motor de aquella idiosincracia tan macabra. El ser humano en masa es capaz de lo peor, también en nombre de la razón y de la ciencia. Aquella no fue la única vez que ha ocurrido semejante barbarie. Pero conviene no olvidarse de ello cuando hablamos de desarrollo tecnológico.
El progreso desprecia toda forma de ocio, y así estamos como Sísifo en una eterna cadencia que nos devuelve, por mucha tecnología que desarrollemos al mismo sitio de siempre. Todos estamos demasiado exhaustos, no queremos llegar tarde a nada, a ninguna novedad, a ningún nuevo artefacto que se invente, queremos estar presentes cuando florezca ese mundo nuevo inventado por los humanos que, como dice Gray, afortunadamente nunca veremos.
Gray concluye de forma brillante su ensayo: “Los demás animales no necesitan propósito alguno en su vida. Siendo como es, una contradicción para sí mismo, el animal humano no puede vivir sin propósitos. ¿Tan inconcebible nos resulta que el objetivo de la vida sea sencillamente ver?”. Al final pese a nuestras ambiciones y sueños, lo sustantivo no es que tengamos IA o WhatsApp, sino que somos simios.