El dilema de si un país puede o no regirse como una empresa privada se ha debatido en numerosas de ocasiones, principalmente cada vez que alcanza el poder político un emprendedor de éxito aterrizado directamente desde el mundo de los negocios, con la tentación de dirigir un Estado como si de una multinacional se tratara.
Desde que el pasado 8 de noviembre Donald Trump se hiciera con el control de la Casa Blanca, tanto sus seguidores como las filas republicanas no cesan de repetir que pese a la inexperiencia del magnate y de muchos miembros de su equipo en asuntos públicos, sus trayectorias como businessmen les avalan y auguran un futuro prometedor. Sin embargo, los economistas y expertos que han teorizado esta supuesta fórmula de éxito, discrepan.
El presidente electo jugó durante la campaña electoral con la idea de que los EEUU podrían funcionar como lo hacen sus hoteles, casinos y propiedades inmobiliarias. Esta promesa ha centrado buena parte de los coloquios económicos de los últimos dos meses. Pero mucho antes, los expertos ya cuestionaban este argumento. John T. Harvey, de la Texas Christian University, lo analizaba en un artículo de la revista Forbes en 2012. “La idea de que el gobierno puede funcionar como un negocio es popular entre los republicanos y, en menor medida, también entre los demócratas”, apuntaba este analista, que advertía de que “este malentendido entre el sector privado y público” debería ser rechazado en los dos sentidos: “Una empresa no es un gobierno, y viceversa”.
“¿Tiene sentido dirigir el gobierno como un negocio? La respuesta corta es no. La ‘eficiencia’ en el sector privado significa ganancia. Por lo tanto, pedir que el ejecutivo se comporte como un negocio equivale a pedirle un beneficio. El problema es que no todo lo que conlleva un valor social es rentable. Los realities, la pornografía, la moda, los deportes y los juegos de azar tienen un valor social dudoso, pero son rentables, por lo que el sector privado los explota. Por contra, los ejércitos, la policía, los bomberos, las bibliotecas o los parques no podrían existir si se les exigiera rentabilidad”, explica Harvey, que llega a plantear que si hubiera que mantener a las fuerzas armadas vendiendo suscripciones “puerta a puerta”, este servicio sería inviable pese a su importancia.
En este argumento coinciden muchos de los expertos que rechazan la idea de manejar un país al modo empresarial. “El beneficio es el ámbito de los negocios, mientras que las tareas no rentables pero socialmente útiles son responsabilidad de la administración. No es necesario que el gobierno inicie una cadena de hamburgueserías o cafeterías, más bien le tocarían los servicios de protección infantil, parques nacionales o fuerzas aéreas”, apuntaba este economista en Forbes.
Los países serán marcas
Pero no todos ven tan clara la diferencia entre ambos sectores. Algunos teóricos sí encuentran parecidos entre la forma de funcionar de una empresa y un país y, de hecho, vaticinan que los gobiernos acabarán convirtiéndose prácticamente en compañías competidoras entre sí.
Eric B. Schnurer es presidente de Public Works LLC, una consultora de políticas públicas que asesora a gobiernos estatales y locales, que además ha colaborado con varios candidatos presidenciales. En un artículo del pasado diciembre en USnews, sugiere que durante la próxima década “los estados competirán cada vez más entre sí para comercializar sus servicios y su marca”. Según pronostica, “las empresas privadas comenzarán a ofrecer prestaciones en áreas como la seguridad nacional, tareas consulares, la moneda, la resolución de conflictos, la educación, entre otros”.
“Cuando gobiernos como el de Trump comiencen a reducir su participación en la protección pública, la salud, los servicios sociales y otras prestaciones, otras entidades empezarán a buscar formas de ofrecerlos. Los gobiernos, tal como los conocemos, se están convirtiendo más en empresas, y las empresas se parecen más a los gobiernos”, apunta.
En este punto, conviene recordar que Trump ha indicado durante la campaña que tiene la intención de revertir algunas protecciones públicas gubernamentales como el programa de salud denominado Obamacare -que extiende los seguros de salud a los más desfavorecidos-, mientras que algunos republicanos en el Congreso aspiran a recortar o privatizar otros como el Medicare, Medicaid o la propia Seguridad Social. El citado experto señala que si se reducen estos gastos federales, así como el coste militar, prácticamente todos los capítulos importantes del presupuesto federal bajarán, excepto el de deuda, que podría subir si como promete el republicano se invierte en infraestructuras a la vez que se bajan impuestos.
“Los gobiernos están empezando a hacer que sus servicios estén disponibles a través de las fronteras, convirtiéndose en marcas competitivas”, añade Schnurer, que pone como ejemplo prestaciones online a las que se pueden acceder desde fuera de las fronteras nacionales.
La hoja de ruta de Trump
El presidente electo de los EEUU ya dejó claras sus intenciones en el tercer debate presidencial, en el que defendió sus habilidades comerciales frente los ataques de Hillary Clinton. "Si pudiéramos dirigir nuestro país de la manera en que he dirigido mi empresa, tendríamos un país del que estarías tan orgulloso", dijo, "incluso usted (Clinton) estaría orgullosa de ello".
Tras aquel cara a cara, The Washington Post analizó si efectivamente esa comparación era adecuada, recordando que ya en los años cincuenta el profesor Wallace Sayre señalaba que "las empresas y la administración pública son iguales sólo en los aspectos sin importancia".
La publicación ponía como ejemplo un proyecto que Trump citaba con frecuencia en la campaña electoral, el caso de la reconstrucción de la pista de patinaje de Central Park en Nueva York en la década de 1980. La ciudad de los rascacielos llevaba años intentando renovar aquella infraestructura y el empresario dijo entonces que podría hacer el trabajo en sólo seis meses. Y lo hizo, antes de lo previsto y gastando menos presupuesto. En una entrevista con la agencia Bloomberg en noviembre de 2015, Trump llamó a aquella pista "un ejemplo de lo que pueden hacer las empresas privadas". "Todo es lo mismo. Tiene que ver con la eficiencia y con el sentido común”.
El politólogo James Q. Wilson examinó aquella experiencia en su libro de 1989 La burocracia: qué hacen las agencias gubernamentales y por qué lo hacen, donde dedujo que Trump tenía varias ventajas considerables sobre el sector público. Básicamente, que no había tenido que someterse a las burocráticas restricciones de contratación que se exigen para evitar la corrupción, asegurar la equidad de las empresas que concurren a las obras públicas y mejorar la transparencia. "Cuando nos quejamos de que los contratos son adjudicados sin licitación, reconocemos que nos preocupamos por muchas cosas además de las pistas de patinaje", escribe Wilson.
Pero quizá, el economista que más clara tenga su postura al respecto es Paul Krugman, quien en los últimos años ha puesto numerosos ejemplos de que “los principios generales sobre la dirección de una economía son diferentes de aquellos que se aplican a los negocios”. Un caso, relativo a la política monetaria de EEUU, lo aportó cuando la Fed (la Reserva Federal, el equivalente a un Banco Central) trató de impulsar la economía mediante la impresión de más dinero. Muchos líderes empresariales se opusieron, demandando que se optara por la estrategia de los recortes, advirtiendo de que aquellas medidas traerían la degradación de la moneda y la hiperinflación, algo que no ocurrió.
Krugman: no escuchar a empresarios
El reconocido experto viene defendiendo que cuando las decisiones se dejan a los economistas con más credenciales académicas, frente a los de éxito empresarial, las cosas suelen ir mejor, aunque reconoce que no siempre.
Krugman ya teorizó sobre este asunto en su ensayo Un país no es una empresa publicado en la Harvard Business Review en 1996, donde señalaba como la diferencia fundamental entre la empresa y un gobierno es “la forma de pensar”. Así citó ejemplos donde la mentalidad de un hombre de negocios llevaría a errores en la administración.
“Los empresarios piensan en sus propias compañías y se imaginan qué ocurriría si su capacidad de producción se viera súbitamente incrementada. Claramente sus empresas venderían más y comprarían menos. En un país esto significa tener superávit. Los economistas saben que la verdad es la contraria, porque la balanza comercial es parte de la balanza de pagos y el balance global de los pagos de un país debe tender a ser cero”, arguye.
Además, el Nobel alerta del “síndrome del gran hombre”, que viene a ser lo que ocurre cuando un especialista en un sector se mete a opinar y tomar decisiones sobre cuestiones que no entiende. Para un empresario de éxito, resulta difícil de aceptar que sus fórmulas no tengan por qué ser exitosas.
Si el magnate republicano padece o no este síndrome se verá a lo largo de este recién estrenado 2017, cuando empiece a implementar las medidas que prometió durante la campaña para poner a EEUU a funcionar como lo hacen sus negocios. De momento, en los medios norteamericanos están expectantes y se mueven entre especulaciones, ya que más allá de tuits o declaraciones de intenciones, hay poco que diseccionar. Tampoco la configuración de su equipo de confianza da demasiadas pistas sobre cómo actuará la nueva administración.
A partir del 20 de enero empezará a descubrirse si, al igual que ha ocurrido con otras de sus proclamas, la promesa de dirigir el país como sus casinos y hoteles era sólo una forma de atraerse a más votantes o si, en efecto, está dispuesto a contradecir la opinión de la mayoría de expertos y manejar los EEUU como una sucursal más del 'imperio Trump'.