“¿Qué vas a hacer con tu apellido?” Ese es el chiste tuitero de las pasadas semanas, cuando estalló, al menos en Estados Unidos, o especialmente allí, la polémica #BLM (Black Lives Matters), desencadenada por la violencia policial en este país, contra personas de color en custodia o en procesos de detención.
La decisión de empresas internacionales de cosmética como L’Oréal de eliminar determinadas palabras de sus productos (blanquear, blanqueador), las imágenes de ciudadanos hincándose de rodillas por algo que sus ancestros pudieran haber podido hacer, han conmocionado a nuestra sociedad. De ahí el chiste con mi nombre.
Soy una de las personas con piel muy clara, atópica, con prohibición médica expresa de tomar el sol, en pleno verano español y, tal vez por ello, encuentro paradójico que a causa del color de mi piel se me penalice, de cualquier modo, por los privilegios que disfrutaron supuestos ancestros y los atropellos que perpetraron personas que no soy yo. Entre mis principios, uno de los más importantes es la no discriminación y la igualdad ante la ley.
El mercado, tan atacado en nuestros días, es el mecanismo redistribuidor, no coactivo, más neutro que hay. Es no discriminatorio excepto en función del producto.
La oferta y la demanda son el resultado del comportamiento de quienes tratan de cubrir sus necesidades, sea en tanto que productores como consumidores de bienes y servicios. Y luego, usted en su casa haga lo que considere. Yo discrimino, pero con otros criterios: la hipocresía y la falta de honestidad, por ejemplo, son algunos.
El mercado, tan atacado en nuestros días, es el mecanismo redistribuidor, no coactivo, más neutro que hay
Hasta ahí llegó el tema. O eso creía. Porque, el pasado nueve de julio, recibí una carta de la directiva de la HES (History of Economics Society), que es la asociación internacional que reúne a quienes nos dedicamos a estudiar la historia del pensamiento económico, es decir, el origen de la ciencia económica. En ella, los abajo firmantes, no en representación de la HES pero sí conscientes de la visibilidad de su puesto, condenaban la violencia policial en Estados Unidos y “el racismo sistémico de nuestra sociedad”.
Asimismo, afirmaban que “la búsqueda del conocimiento histórico no deja espacio para el silenciamiento o la marginación de ningún individuo o comunidad”. Estoy de acuerdo. Sin paliativos. Pero no acababa ahí el mensaje.
“Reconocemos nuestra responsabilidad especial, como historiadores de la economía, de educarnos a nosotros mismos y a los demás sobre los roles que desempeña el racismo, el colonialismo y otras formas de sesgo en la configuración de los conceptos, prácticas, agendas e instituciones profesionales de economistas y científicos sociales a lo largo de la historia”.
Entiendo que el racismo pueda haber influido en la configuración de determinadas instituciones que han podido heredar esa mentalidad. Pero ¿los conceptos económicos? La escasez, la inversión, la elasticidad, las macromagnitudes, expresados o no matemáticamente, no admiten sesgos racistas o colonialistas. Como no lo admite el cálculo del rozamiento de una superficie en pendiente con una bola que se desliza a lo largo de la misma.
La escasez, la inversión, la elasticidad, las macromagnitudes, expresados o no matemáticamente, no admiten sesgos racistas o colonialistas
Si, como se afirma en la carta, en Historia del Pensamiento Económico hay “formas en que se perpetúan los prejuicios en nuestra Sociedad y nuestra disciplina”, es un hecho que desconozco por completo.
La acusación implícita en el compromiso de “diversificar nuestro programa y los comités de premios y la junta editorial de la Revista de Historia del Pensamiento Económico”, apunta a que, hasta ahora, se han otorgado premios y se han rechazado artículos académicos por cuestión de raza o de colonialismo. Una vergüenza. Ahora bien, si hubo racismo institucional en Estados Unidos en los años 50 o 60, también lo hubo hacia los americanos de origen asiático y no se visibiliza. Y, en cualquier caso, ¿es extrapolable a todo el mundo? Dejo abierta la pregunta adrede.
La carta no ha quedado sin contestación, más bien al contrario. Los economistas blancos hemos sido invitados por algún miembro a callarnos. Otros han aplaudido la discusión, o han celebrado el mensaje.
Otros se han quedado tan perplejos como yo, incluido algún miembro de color. Alguien ha mencionado la cultura de cancelación a la que aludía Steve Pinker hace unas semanas cuando fue hostigado en Twitter.
Esta “cancelación se puede resumir de la siguiente manera: “Si no te unes a mi indignación, mejor cállate”. Afortunadamente, no parece ser el caso de la HES que pretende, según se ha manifestado, abrir una conversación acerca de los posibles sesgos de la disciplina.
Si hubo racismo institucional en Estados Unidos en los años 50 o 60, también lo hubo hacia los americanos de origen asiático y no se visibiliza.
¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Puede ser la teoría económica racista? ¿Puede la filosofía griega ser machista? ¿Puede la ley de la gravedad ofender a alguien?
Como amante de la historia de la ciencia, me viene a la cabeza la historia de Galileo, hincado ante la autoridad religiosa y moral, por exponer sus teorías científicas, que atravesaban de parte a parte el antropocentrismo y cuestionaban los prejuicios de la época.
La historia puede contarse de muchas maneras, la sociología puede interpretarse de diversas formas, pero los orígenes de las leyes económicas, de los conceptos económicos, no se prestan a esas consideraciones.
Sin embargo, hemos llegado a una situación en la que una ecuación matemática puede anularse solamente con que alguien se sienta ofendido por ella. Como me comentaba Ricardo Ruíz de la Serna, los términos en los que se encara el todo, hoy en día, son imposibles: “Eso me ofende y si lo defiendes eres fascista”. No importa si “eso” es el Teorema de Tales. Porque ha dejado de ser relevante todo, excepto el sentimiento. Y no cabe una conversación al respecto. Eso es el drama actual.
La compensación intergeneracional de las afrentas de nuestros ancestros debería traducirse en valores individuales conducentes a una actitud personal tolerante, que diera lugar a una sociedad más justa y pacífica. La atribución de culpa histórica a bocajarro, que genere crispación en un mundo en crisis, no parece ser la solución.