Hagamos un ejercicio de tecnología-ficción: imaginemos que una compañía diseñase un dispositivo que, llevándolo encima, monitorizase nuestras constantes vitales y pudiese detectar, por ejemplo, los síntomas de Covid-19: ¿nos gustaría tener acceso a él? La respuesta, descontando cuestiones como su comodidad o su coste, sería seguramente afirmativa.
De acuerdo, ese supuesto dispositivo no existe, es hipotético. Sin embargo, la posibilidad de monitorizar nuestro estado de salud no lo es, y la tecnología avanza cada vez más en ese sentido. Tenemos relojes que recogen desde la calidad de nuestro sueño hasta nuestra frecuencia cardíaca - con posibilidad de hacer un electrocardiograma de muy buena calidad - o nuestra saturación de oxígeno en sangre, aplicaciones que evalúan nuestra presión arterial, básculas de baño que diagnostican, además de nuestro peso, nuestro nivel de grasa corporal, e infinidad de posibilidades más.
La primera vez que tuve inquietud por mi salud cardiovascular, por ejemplo, podía como mucho ver la oscilación de mi ritmo cardíaco a lo largo del día o cuando salía a correr. Ahora, pocos años y una arritmia después, tengo dos dispositivos de bolsillo que hacen un electrocardiograma completo, un reloj y hasta un anillo. El nivel de desarrollo de este tipo de dispositivos es pasmoso. Sin embargo, salvo la posibilidad de sincronizar los datos que obtienen con una aplicación o con el repositorio de un smartphone, esos datos se usan para poco más que satisfacer la curiosidad del usuario.
¿Qué ocurriría si nos planteásemos que, con muy poco esfuerzo, podemos obtener una gran cantidad de datos sobre la salud de las personas con dispositivos relativamente accesibles? ¿Y si comenzásemos a barajar la posibilidad de evaluar la salud de manera preventiva, en lugar de tratar únicamente a aquellas personas que ya han experimentado los síntomas de un padecimiento o una enfermedad?
¿Y si dejásemos de clasificar a ese tipo de dispositivos tecnológicos, algunos de los cuales han superado incluso la complicada aprobación de la FDA norteamericana, como "frivolidades", y les diésemos el valor potencial que pueden llegar a tener? ¿Y si ese potencial, además de ser susceptible de mejorar nuestra salud al adoptar un enfoque preventivo, pudiese llegar al punto de suministrar datos para la investigación y el progreso de la ciencia médica?
Con muy poco esfuerzo, podemos obtener una gran cantidad de datos sobre la salud de las personas con dispositivos relativamente accesibles
Obviamente, no podemos tener a un médico supervisando las lecturas de los dispositivos de cada persona. Para eso están los algoritmos, que hacen su trabajo muy bien, y que tienden a mejorar cuantos más datos les suministramos.
Pero planteémonos cuál podría ser el efecto de repensar el cuidado de la salud en torno a un enfoque preventivo: de entrada, un sufrimiento menor para unos pacientes cuyos problemas podrían ser detectados, en muchos casos, incluso antes de que se manifestasen como síntomas graves.
En segundo lugar, una posible reducción del gasto necesario para tratar esos problemas, lo que redundaría en un sistema de salud más eficiente. En tercer lugar, profesionales mejor orientados, menor repetición de pruebas diagnósticas, estancias más breves en el hospital, o investigaciones más fructíferas.
En Singapur, el Gobierno del país está experimentando con wearables para tener un cierto nivel de control de la salud y la actividad física de sus ciudadanos. En España, Sanitas, que pasa por ser la subsidiaria más puntera de la británica Bupa, una compañía que reinvierte la totalidad de sus beneficios en su actividad, acaba de lanzar una aplicación que permite diagnosticar varios parámetros de salud de sus asegurados utilizando la cámara del móvil.
La Universidad de Stanford ha llevado a cabo un estudio utilizando el Apple Watch en el que han participado seiscientas mil personas, algo inédito en la investigación médica. La Sociedad Española de Cardiología circulaba hace unos días en Twitter un estudio reciente sobre el uso de este tipo de wearables para la gestión escalable de problemas cardiovasculares mediante machine learning.
Por supuesto, la fiabilidad de este tipo de diagnósticos mediante los sensores de un dispositivo de electrónica de consumo no es la misma que la de sus equivalentes clínicos. Nadie lo pretende. Pero a medida que incrementamos la frecuencia de las mediciones, podemos evaluar mejor el error estándar, y se pueden obtener métricas útiles para muchos tipos de diagnósticos o para evaluaciones de niveles de riesgo.
¿Cuánto podríamos avanzar con los planteamientos adecuados? ¿Cuál podría ser el valor de la telemedicina en un momento como el actual, en el que muchas personas con enfermedades crónicas no acuden a un hospital por miedo al riesgo de contagio?
¿Cuánto nos costaría intentar que la medicina evolucionase para aprovechar todo el potencial que le ofrece la tecnología? ¿Podríamos tratar de que una circunstancia tan penosa como una pandemia, al menos, nos sirviese para plantearnos con cierto realismo este tipo de desafíos?