Una de las teorías más fascinantes y, a la vez, deprimentes, de la historia del pensamiento económico es la de la “destrucción creadora” del economista austro-alemán Joseph Alois Schumpeter. En su libro Capitalismo, Socialismo y Democracia (1942), Schumpeter explica que el capitalismo, entendido como el sistema económico en el que florece la libre empresa y, sobre todo, que es el perfecto caldo de cultivo para la innovación empresarial, está abocada a desaparecer.
La razón no será una revolución, sino el envilecimiento del sistema desde dentro. La degeneración del sistema capitalista se producirá cuando los empresarios ya no tengan incentivos para innovar, y se conviertan en una especie de funcionarios dentro de un entorno empresarial de grandes corporaciones, donde la mejora en la gestión burocrática interna antecede a la creatividad emprendedora.
Anticipándose, sin duda, al siglo XXI, Schumpeter sostenía que, en las democracias liberales, los ciudadanos preferirán votar por agrandar el “estado de bienestar”, es decir, por un mayor socialismo, y, a la larga, eso eliminará la razón de ser de la función empresarial.
La responsabilidad última de esta transformación que acabará con el capitalismo corresponde a los intelectuales, quienes se dedican a criticar los problemas del capitalismo sin jugarse nada, sin arriesgar.
Una mirada a la actualidad nacional e internacional da la razón a Schumpeter. La libre empresa, la competencia, están de capa caída
No es que Schumpeter crea que el capitalismo no tiene fallos o que no haya que señalarlos. Sino que, en las sociedades democráticas capitalistas, quienes viven de canalizar descontentos son esos intelectuales que, al fin y a la postre, crean opinión y tienen incentivos para protestar permanentemente. De esa manera, los votantes irán eligiendo cada vez más a aquellos políticos que aseguren limar esas aristas apuntadas por la clase intelectual.
Una mirada a la actualidad nacional e internacional da la razón a Schumpeter. La libre empresa, la competencia, están de capa caída. Siguiendo al autor austriaco, el mismo concepto de propiedad privada que implica la responsabilidad individual sobre la toma de decisiones, apenas existe en las grandes empresas. Sucede lo mismo con la libre contratación: existen modelos de contrato estandarizados, es un “lo tomas o lo dejas”.
Hay un punto en el cuadro schumpeteriano que echo de menos. Se trata de la colusión de intereses entre esas grandes corporaciones, los intelectuales o creadores de opinión y los diferentes gobiernos.
Los responsables de gestionar el dinero de los contribuyentes, a menudo colaboran en esa “expulsión” de los empresarios innovadores del sistema, alineando sus objetivos con los de las grandes corporaciones. Lo que se conoce como el capitalismo de amiguetes, el “crony Capitalism”. Todo ello bendecido desde la academia, los periódicos y las redes sociales por quienes reciben subvenciones, cuotas de poder y todo tipo de prebendas.
El espectáculo de las elecciones estadounidenses junto con el enrarecido ambiente en nuestro país, fruto, entre otras cosas, de la desinformación por parte de las autoridades y la velada amenaza de restringir aún más nuestras libertades, me han llevado a reflexionar acerca del origen de este círculo vicioso.
Para Schumpeter, las estructuras capitalistas originales y el reinado de la burguesía han llevado a que los intelectuales gocen de una gran capacidad para moldear la opinión pública, sin que sea posible limitarla, ya que se dañarían las libertades civiles que están en la esencia del propio sistema y que la burguesía no tiene voluntad ni capacidad para anular.
Sin embargo, subsiste una esperanza. La economía, la sociedad y sus instituciones, son sistemas hipercomplejos, dinámicos, en permanente cambio. Los gobiernos, las corporaciones, los intelectuales también están en permanente proceso de adaptación al medio. Un medio más incierto hoy que ayer, que exige versatilidad, aprendizaje, claridad de miras y “olfato”.
Nuestro estado del bienestar en el que todo era apariencia, hoy se muestra como un sistema impotente y cargado de lastres
Todas ellas características propias del empresario innovador que el mismo Schumpeter definía con entusiasmo. De la misma forma que el pequeño burgués reclamaba, inspirado por la crítica al capitalismo liberal de los intelectuales, los beneficios del estado del bienestar, ahora que la pandemia nos ha mostrado las enormes deficiencias de éste, es posible que se reconsideren las críticas.
Efectivamente, nuestro estado del bienestar en el que todo era apariencia, hoy se muestra como un sistema impotente y cargado de lastres.
El espejismo de la educación y la sanidad gratuitas, la falsa creencia de que hay dinero para todo, de que cada ofensa, contratiempo o preocupación es atajado por el gobierno con el dinero de la clase productiva, cuando hay una pandemia por combatir, no se sostienen.
La pesada carga de la deuda que nuestros políticos asumieron pensando que la UE no dejaría caer un país del peso específico de España, y nuestros malos hábitos fiscales, son lastres que hoy nos apartan del camino de la recuperación.
La ciudadanía mira cada vez más descontenta el cinismo y la conveniencia de los intelectuales y se cansa del juego de poder entre unos y otros. La batalla legal emprendida por Trump, la reacción de unos medios y otros, el posicionamiento de empresarios ante la difícil situación, es un ejemplo que debería hacernos pensar hasta qué punto la sociedad puede estar manipulada. Mi apuesta es que llegará un momento de estupor absoluto y los ciudadanos empezaremos a reaccionar.
Como decía Schumpeter respecto al capitalismo, no habrá una revolución contra la prensa o contra el estado de bienestar, pero es posible que se busquen medios de información alternativos, que se derroquen los gobiernos que saqueen más el bolsillo del contribuyente, que se exija un control de la eficiencia del gasto de nuestro dinero.
Para eso, probablemente, tendremos que vivir la descomposición del actual sistema, pagando con una caída de nuestro poder adquisitivo lo suficientemente notable como para despertarnos del letargo en que la opulencia aparente nos ha mantenido.
La crisis que viene es una oportunidad porque desenmascara a ese fallido estado de bienestar y sitúa de nuevo las virtudes del empresario innovador en el lugar principal, en la base de la supervivencia.