Si alguna vez tuviera una nieta, no podría decirle, como mi abuela a mí, las penalidades que pasé para sobrevivir en la posguerra. Mis dos abuelas, una de ellas viuda de guardia civil, la otra mujer de capitán de la República, lucharon como leonas por levantar sus respectivos hogares. Por el amor de mis padres se hicieron grandes amigas y me enseñaron lo que significa convivencia y respeto.
Esa generación superó la guerra y la posguerra. Mi infancia está llena de anécdotas sobre las peripecias que tenían que hacer para comer, el drama de los menores a cargo de otros menores recorriendo España, o dando la vuelta por Francia para, finalmente, poder reunirse. Luego llegó Franco, la autarquía, el desarrollismo planificador, y finalmente, la democracia. La generación de mis abuelas levantó este país. Ellas estaban preparadas para todo.
No puedo evitar pensar qué mundo le estoy dejando a mis futuras nietas. Cuál es el entramado económico que estamos tejiendo para ellas, en estos 20 años que llevamos del siglo XXI. Un avance: no me siento orgullosa.
A mi nieta María le contaré que en el año 2000 España pertenecía a la zona económica más privilegiada del planeta. La dictadura había acabado hacía 25 años y vivíamos en democracia. Le contaré que, dejando aparte el 2020, año primero de la pandemia, en España pasamos de tener una deuda pública del 57% del PIB en el 2000, a más del 95% del PIB en el año 2019. No tengo claro cómo voy a justificar el aumento del gasto público en ese período, del 39 al 42% sobre el PIB.
Lo que más me va a costar es explicarle que, para mucha gente, esa subida estaba más que justificada, a pesar de que no se medía la eficiencia y el impacto de cada euro gastado. Me va a costar admitir que había economistas, como Daniel Lacalle y tantos otros, que ya denunciaban el peligroso aumento del gasto político y lo definían: "la subvención clientelar, la obra pública inútil realizada para la foto de la inauguración y la comisión, las duplicidades en la Administración para colocar a próximos". Y los españoles siguieron votando a esos políticos.
Le contaré que, cuando llegó la pandemia en el 2020, no estábamos preparados. El mercado de trabajo era muy rígido. La gestión sanitaria fue politizada. Las luchas entre partidos que tenían el mandato de poner orden y sensatez, provocaron miles de muertos. Los voceros del la autoridad criminalizaron, desinformaron, manipularon, crisparon y nos demostraron a todos cuánto poder hemos puesto en sus manos.
Las mujeres del siglo XXI se ocuparon de diseñar una agenda internacional con grandes palabras, evocando hazañas y luchas, demostrando su poder en convocatorias callejeras, muchas veces violentas. Se dejaron manipular por quienes sembraban crispación. Y no atendieron a lo principal: la emancipación real de la mujer.
Las mujeres del siglo XXI no atendieron a lo principal: la emancipación real de la mujer
Los dos pilares de la emancipación son la autonomía psicológica y la autonomía económica. ¿Qué le voy a decir a mi nieta respecto a los avances en esos dos frentes? Por desgracia, le tendré que hablar de quienes viven a costa de victimizar a las víctimas, en lugar de mostrarles que se sale adelante, que una mujer víctima puede independizarse del sufrimiento, pero también de la ayuda, tanto de quienes la ofrecen a cambio de votos, como de quienes la ofrecen de buena fe.
Una de las lecciones del siglo XXI para mi nieta es que la politización de la violencia genera codependencia, lo opuesto a esa doble autonomía imprescindible para erradicar situaciones de desigualdad, más allá de la ley.
Respecto a la emancipación económica, por muchas agencias dedicadas a la mujer que haya en la ONU, en mi país, las mujeres empresarias, mucho antes que encontrarse con el famoso techo de cristal, se encuentran con enormes dificultades para montar una empresa, para ser inversoras, para poner en funcionamiento su creatividad financiera y generar riqueza.
Pero estas trabas no tienen que ver con el sexo con el que nacieron, con el género, con su preferencia sexual. Tienen que ver con la penalización del ahorro y la inversión mediante impuestos, que encima nos venden como "justicia social". Tiene que ver con el recurso fácil al endeudamiento, que se enseña desde el Gobierno, con su ejemplo. Tiene que ver con el martirio al que se somete a las micro empresarias y autónomas, que constituyen el primer escalón de la empresarialidad. Y con la fiscalidad que impide que la pequeña empresa crezca. Y, por supuesto, tiene que ver con la demonización del lucro, también si eres mujer. Porque tan malo es ser millonario como millonaria, no importa la actividad económica que generes para las futuras generaciones, el role model que seas para las niñas de hoy, los puestos de trabajo que crees en uno de los países con más desempleo. Lo único que te salva de la hoguera es ser rica y de izquierdas, cuanto más radical, mejor.
Es una tristeza que, como está pasando, la pandemia afecte más a las mujeres que a los hombres, porque los puestos de trabajo precarios están ocupados por mujeres. Pero el verdadero drama es que esa trabajadora explotada no pueda salir de su situación y montar una empresa por su cuenta.
Una empresa donde la conciliación necesaria sea diseñada por ella. Las mismas que frenan a esa mujer, salen a la calle vestidas de morado a exigir ayudas, precisamente, para la mujer que vive en precariedad laboral. Ayudas que la hacen dependiente pero que proporcionan un voto al partido. Es una inmoralidad que sucede porque así lo deciden los españoles con su voto. Imagino la cara de perplejidad de mi nieta María.
Espero que para cuando tengamos esta conversación la digitalización, la deslocalización empresarial y la libertad económica y financiera nos permita vivir en un mundo mejor. Un mundo en el que ella pueda aprender de los errores de mi generación y sepa que las segundas oportunidades existen si las creas tú misma.