Una de las noticias escandalosas de la semana pasada ha sido la referente al número, sueldos y formación de los asesores del Gobierno de Sánchez. La constatación de que se están empleando a personas cuyo valor en el mercado ni se acerca al que un asesor del Gobierno de nuestro país requiere, merece una reflexión seria. Especialmente porque va unida a la proliferación de engaños en los currículum de diferentes políticos de varios partidos, incluida la actual vicepresidenta, Yolanda Díaz, quien se adjudicó tres máster que no había cursado.
Estos hechos reflejan el desprecio por la formación por parte del Gobierno. Como si el asesoramiento a quienes, por ejemplo, van a tener que organizar la planificación del gasto de los fondos europeos, fuera una tarea sencilla al alcance de cualquiera.
Es la culminación de un proceso que empezó hace tiempo y que pretende transmitir a la sociedad que cualquiera puede cualquier cosa; que el mérito es anti-igualitarista y es mucho más "justo" eliminarlo.
Este déficit en la calidad de los recursos humanos de los decisores políticos no justifica pero, tal vez, explica que determinados datos no se tomen con la seriedad que deberían. Se repiten en voz alta y se publican como titulares con el objeto de atacar políticamente al Gobierno, pero no se atiende al daño profundo que se ocasionan, de manera continuada, a la economía y, por ende, a los ciudadanos.
Uno de esos datos es la cifra de la deuda pública. En los años noventa nos escandalizaba llegar a un porcentaje de deuda sobre el PIB de casi 70%. El Gobierno de Aznar tomó medidas y logró reducir la cifra a poco más del 60%. Pero la crisis del 2008, negada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, nos situó en la plataforma de lanzamiento y en el año 2014 ya se situaba en el 100,4%.
Nuestra deuda era equivalente a nuestra creación de riqueza. Desde entonces, en el pasado lustro, la deuda pública, que engloba la de la Administración pública, la de la Seguridad Social, la de las comunidades autónomas y la de las corporaciones locales, ha oscilado entre el 95 y el 100% del PIB. Sin embargo, la pandemia y sus gastos han disparado la cifra que, en el primer trimestre de 2021, ha escalado hasta el 125% del PIB.
Nuestra deuda era equivalente a nuestra creación de riqueza
Como es lógico, ese porcentaje no mide la subida o bajada de la deuda, sino su relación con el aumento del Producto Interior Bruto (PIB), la capacidad productiva del país. Eso explica que, en algún año, a pesar del aumento de la deuda en términos absolutos, el porcentaje se moderaba debido al crecimiento del PIB. En este año se combinan los dos datos malos: el mayor nivel de endeudamiento se produce en momentos en los que el PIB ha caído fuertemente.
Los defensores de la deuda pública afirman que no hay nada de malo en endeudarse, siempre que uno se asegure de que el gasto que genera esa deuda se aplique en la generación de riqueza. De esta manera, el crecimiento de la economía compensaría esa obligación contraída con terceros. Ese argumento ha servido de excusa para esconder el peso del lastre que supone el abultado endeudamiento tras la pantalla de un crecimiento ficticio, producto de una burbuja.
Pero no es únicamente eso lo que me preocupa. La deuda pública, además de generar hábitos muy nocivos, derivados del mantra falso de que puede crecer indefinidamente porque el Estado nunca quiebra, tiene un efecto indirecto en el mercado financiero que no suele señalarse.
Efectivamente, si consideramos el mercado de fondos prestables, al "aparecer" un nuevo demandante, que encima es la Administración pública, se produce una tendencia al alza de los tipos de interés, el precio de esos fondos, de manera que muchos inversores privados se verán disuadidos y se reducirá la inversión privada.
Si fuera verdad que ese aumento del gasto por el Estado se emplea "para el bien" y se genera actividad económica, aún así, se habría desincentivado que el crecimiento fuera activado por los ciudadanos, es decir, por el sector privado.
Porque recordemos que el Estado y los políticos que ocupan las instituciones que lo conforman no son el pueblo, no son los ciudadanos. Son los señalados para representarlos mejor o peor. Los ciudadanos somos los productores y los consumidores, que operamos en los diferentes mercados sin coacción. En resumen: el crecimiento generado de esta manera estará viciado por los desincentivos que genera.
Pero si, además, el aumento del gasto de las Administraciones que justifica ese aumento de la deuda es ineficiente, como, según el Banco de España, lo fue el Plan E de Zapatero, la cosa es peor. Porque se desincentiva a la iniciativa privada y, al mismo tiempo, se desvían recursos a finalidades estériles y se frena el crecimiento.
Eso significa un mayor porcentaje de deuda pública en relación con el PIB, un deterioro de la capacidad para salir adelante en el presente y un lastre extra que le endosamos a los españoles del futuro.
No hay razones para defender la esperanza. Nuestra barca la maneja un Gobierno que tuvo la sangre fría de contratar a 500 asesores más en plena pandemia, con un sueldo de 5.000 euros como mínimo, en lugar de destinar ese dinero a proteger a los sanitarios, por ejemplo.
Llegarán los fondos europeos, la vacunación seguirá su curso, gracias al plan de la Unión Europea, y se reactivará poco a poco la actividad económica. Viviremos un rebote. Pero, no nos engañemos, un rebote solamente se convierte en recuperación si la semilla cae en tierra fértil. Es decir, si no se reduce a la mínima expresión al verdadero motor de la economía, el sector privado, que somos todos.
El sector público, como nos demuestran cada día que pasa nuestros políticos, mira por los intereses partidistas, con la vista puesta en el horizonte electoral.