El Gobierno miente y lo hace a sabiendas. La propuesta de la Comisión Europea (CE) sobre la fiscalidad energética no es la suya: pretende gravar los beneficios, no los ingresos de las compañías, y su plazo de vigencia es de un año frente a los dos que pretende extenderla el Gabinete español.
A pesar de ello, este ha tenido la desfachatez y se ha burlado del Congreso de los Diputados al mantener el trámite parlamentario para aprobar su vampírica proposición de ley, cuya entrada en vigor será imposible si prospera la planteada por la CE. Ante esta realidad, la obstinación de los corifeos gubernamentales en sostener lo contrario resulta increíble y, por qué no decirlo, obscena.
Dicho lo anterior, el proyecto elaborado por la CE tampoco merece una valoración positiva. De entrada, el término "contribución solidaria" para camuflar lo evidente, la introducción de un nuevo impuesto sobre las energéticas, es un intento bastante grosero de eludir el requisito según el cual la entrada en vigor de cualquier tributo de ámbito europeo ha de contar con el respaldo unánime de todos los estados miembros de la UE. Se trata, pues, de un auténtico y dudosamente legal golpe de mano de la señora Von der Leyen y de su colegio de comisarios. Pero ahí no termina la historia.
El concepto de beneficios extraordinarios es un unicornio, pero aplicado a las empresas energéticas que desarrollan su actividad en los segmentos del mercado no regulados, sin una garantía mínima de rentabilidad y dependientes de los precios internacionales del gas y del petróleo, supone un total desconocimiento de la naturaleza cíclica de su negocio y, por tanto, de la volatilidad de sus resultados.
Nadie pareció preocuparse por las grandes pérdidas "caídas del cielo” cosechadas por la mayoría de quienes operaban en ese mercado durante la pandemia
Por añadidura, elegir como período de cómputo para gravar las ganancias de esas compañías los ejercicios 2019, 2020 y 2021 cuando los dos últimos años de ese trienio sí cabe definirlos, por razones de sobra conocidas, como extraordinarios, resulta incomprensible. Nadie pareció preocuparse por las grandes pérdidas "caídas del cielo" cosechadas por la mayoría de quienes operaban en ese mercado durante la pandemia.
En cualquier caso, incluso el argumento sobre los rendimientos extraordinarios logrados por las energéticas es falso. Si se establece una relación entre el capital invertido y la rentabilidad sobre recursos propios, esas empresas no se encuentran entre las más rentables en 2021. El comercio, la industria y la hostelería las superan en alrededor de dos puntos y el sector de la información y de las telecomunicaciones las duplica. Los datos matan el relato.
El tributo que se pretende imponer a las firmas energéticas sobre sus beneficios, un 33%, resulta confiscatorio. En el caso español, eso se traduce en una imposición del 58%, ya que aquellas habrán de pagar también el Impuesto de Sociedades, cuyo tipo se sitúa en el 25%.
Ante este panorama, los incentivos de las compañías para invertir e innovar en procesos destinados, por ejemplo, a reducir sus emisiones de CO2 o para mejorar la eficiencia energética, y para garantizar el suministro se debilitan de manera extraordinaria.
Los incentivos de las compañías para invertir e innovar y para garantizar el suministro se debilitan de manera extraordinaria
Entre otras cosas, sus accionistas optarán por aumentar sus dividendos en vez de realizar inversiones a medio y largo plazo cuyos resultados serán confiscados por los gobiernos. Preferirán obtener una tasa de retorno ya, aunque sea gravada a tipos superiores a los anteriores, a asumir la incertidumbre sobre sus rendimientos futuros cuando la discrecionalidad desplaza a la seguridad.
La hipótesis, según la cual eso no sucederá porque el tributo es temporal, ignora el papel de las expectativas en las decisiones empresariales. Una medida fiscal de facto retroactiva y realizada por sorpresa es ineficiente y lesiva, ya que genera una enorme incertidumbre sobre la evolución futura del régimen tributario.
Ya nadie puede estar seguro de que la Comisión Europea o un Gobierno cambien de repente las reglas del juego y le arrebaten los frutos de su inversión. Ese efecto se agudiza en sectores como el energético, que exigen flujos inversores muy elevados. En este contexto, el binomio riesgo-rentabilidad dispara su primer componente y los alicientes para invertir son escasos. Y esto, guste o no, afectará también a las compañías que operan en otros sectores de la economía. Quizá ellas sean las próximas víctimas si las cosas se ponen feas.
La Comisión Europea, con una visión antropomórfica de las empresas, olvida algo elemental: estas no pagan impuestos. Lo hacen los individuos. Los dueños de las grandes corporaciones son los fondos de inversión y de pensiones, que gestionan el ahorro de millones de ciudadanos, no de los plutócratas. A ellos hay que añadir los pequeños accionistas minoritarios, que actúan de modo individual.
Una medida fiscal de facto retroactiva y realizada por sorpresa es ineficiente y lesiva, ya que genera una enorme incertidumbre sobre la evolución futura del régimen tributario
Es a todos ellos a quienes se arrebatan los rendimientos derivados de su esfuerzo, lo que resulta especialmente grave en un escenario en el cual la inflación está recortando con intensidad su renta disponible. La propuesta de la CE reduce de manera adicional los ingresos de los ciudadanos, cada vez más erosionados por el impuesto inflacionario. De esto no habla nadie…
La señora Von der Leyen ha dicho que los beneficios obtenidos por las energéticas no son el resultado de su acción, sino de factores externos que no tienen nada que ver con aquella. Esta afirmación ha de incorporarse al Guinness de la ignorancia. El caso español lo ilustra. Mientras se cerraban a mansalva refinerías en toda la UE, las petroleras instaladas en España invirtieron miles de millones de euros en modernizar y ampliar sus refinerías.
Durante cinco años, la rentabilidad de esa actividad fue inferior a su coste de capital. Sin embargo, esas inversiones han permitido en la actual crisis que España tenga un suministro seguro de diésel e incluso pueda exportar una parte en tanto otros estados europeos están en manos rusas para lograr ese objetivo. La CE va a castigar el esfuerzo inversor realizado por las petroleras ubicadas en España; surrealista.
Si una empresa se ve obligada a importar gas o diésel y puede llevar esos combustibles bien a la Vieja Piel de Toro o a otro lugar del mundo y venderlos aquí le supone un coste adicional a causa de ese impuesto camuflado al que los orfebres locales del lenguaje llaman "prestación patrimonial", tendrá poderosos incentivos para llevarlos a otro lugar. Esto se traducirá en un menor acceso de los españoles a la energía y la que llegue será por definición más cara. Esta es otra consecuencia, no se sabe si querida o no, de la propuesta de la CE.
Las críticas a este tipo de fiscalidad tienen una larga trayectoria. El grueso de los economistas la consideran inadecuada y medios de comunicación del prestigio del Financial Times o The Economist han editorializado aquella como una mala idea. Sin embargo, los políticos son ajenos a la racionalidad, bien por prejuicios ideológicos, bien por la necesidad de que parezca que hacen algo.
En el campo energético, la Comisión Europea y el Gobierno español solo coinciden en una cosa, aunque relevante: una aproximación ideológica basada en una relativización por parte de la primera y un desprecio total por parte del segundo sobre el impacto de su política sobre la industria y sobre los consumidores.
Han abrazado un populismo verde ajeno a la realidad y a las necesidades económicas. El precio será alto y España será uno de los países que lo pague más caro. Esperemos que algún estado sensato de la UE invoque la obligación de que un impuesto continental ha de ser apoyado de forma unánime por los 27 y la CE se vea forzada a rectificar.