A falta de un par de semanas de las elecciones regionales y municipales, el Gobierno de la nación, es decir, el PSOE y sus “aliades”, no dejan de anunciar medidas y subvenciones que, aunque podrían haber emprendido antes, han decidido lanzar ahora como quien lanza las redes en la pesca (del voto) por arrastre. Cada cual tira para su lado.

Y, así, Bildu anuncia que sus listas estarán encabezadas por ex etarras, en los mismos pueblos en los que cometieron sus crímenes; Sánchez propone financiar Interrail a jóvenes de hasta treinta años; Belarra apuesta por los supermercados públicos, imagino que para poder fijar más fácilmente el precio de los alimentos. Todo vale. Pero la locura de propuestas y la estrategia de anunciarlas en fin de semana y llevarlas al Consejo de Ministros ese martes, los “martes electorales”, afecta a los ciudadanos más de lo que la observación apresurada podría hacernos pensar.

Porque nos están sometiendo a un shock permanente, semana a semana. Apenas da tiempo a calcular el coste presupuestario. Algunos medios cifran las medidas anunciadas hasta ahora en más de 10 mil millones de euros. Y, si te quejas, o simplemente cuestionas, eres un facha, eres la ultraderecha, eres nazi, y se produce el señalamiento público para acallar voces y que la apariencia de bienestar se imponga a la realidad.

Siempre me ha sorprendido la capacidad de los ciudadanos para dejarse robar dinero del bolsillo, que es en lo que consiste el aumento descomunal del gasto público por motivos electorales, que revierten en los intereses partidistas y personales de los políticos, tras el velo del “interés social”. Me sigo asombrando al comprobar que, más allá de la ira tuitera y el comentario de barra de bar, los ciudadanos españoles nos dejamos colar todos los goles, mientras comprobamos el deterioro progresivo de nuestra calidad de vida.

La pandemia, la guerra de Ucrania, los beneficios empresariales y, casi, hasta Franco, han servido de excusa para una gestión de fondos muy mejorable, y una política económica “apaga-fuegos”. No quiero ni imaginar qué pasaría si los tipos de interés estuvieran en manos del Gobierno, en lugar de en las del Banco Central Europeo. Ya durante el franquismo, la peseta sufría devaluaciones prácticamente cada diez años.

No quiero ni imaginar qué pasaría si los tipos de interés estuvieran en manos del Gobierno, en lugar de en las del Banco Central Europeo

La Transición nos costó dos devaluaciones, una en 1976 y otra en 1977. Luego llegarían las del 82 y la de 1992. Todas ellas con los consabidos efectos negativos en el ahorro, en los salarios y, en general, en las finanzas. No me extrañaría que, ya que desde el Gobierno de izquierdas están recuperando los economatos, los pantanos y otras políticas franquistas, si tuvieran la oportunidad, se dedicasen a devaluar sin ton ni son. Sería coherente con el poco respeto que muestran a los efectos secundarios de un ejercicio del poder sobre la economía descuidado.

¿Por qué nadie hace nada?

Se diría que la ciudadanía ha adoptado un estilo de resolución de conflictos evitativo. No confronta a los gestores políticos, como debería hacer, por simple responsabilidad individual y ciudadana. No es una respuesta excepcional. Es pura naturaleza humana. Cuando suceden acontecimientos intolerables y nos vemos forzados a aceptar lo inaceptable, nuestra mente despliega una batería de mecanismos de defensa para mantener nuestro equilibrio psicológico y seguir funcionando. Al fin y al cabo, hay que pagar facturas e impuestos. No podemos parar a reflexionar, y, como ya hemos dicho, las novedades son semanales, como mucho. No estamos preparados para elaborar lo que sucede y reaccionar.

La represión, la disonancia cognitiva, la proyección, el síndrome de Estocolmo, la racionalización o la apatía frente a esos sucesos son ejemplos de estos mecanismos de defensa. En mi opinión, este proceso viene de lejos, desde la pandemia, cuando el gobierno bicéfalo, apoyado por Ciudadanos (no lo olvidemos) prolongó una represión, que más adelante se ha declarado inconstitucional, y se aprovechó para colar nombramientos y medida, que no tenían que ver con la pandemia, mientras los españoles no sabíamos si salir a las 8 de la tarde a aplaudir a los balcones o mejor no. 

La represión, la disonancia cognitiva, la proyección, el síndrome de Estocolmo, la racionalización o la apatía frente a esos sucesos son ejemplos de estos mecanismos de defensa

En estos tres años, el “más lejos todavía” aderezado con pantallas de humo, como el traslado de los restos de Franco, las salidas de tono de pretendidas feministas herederas de la moral de la Sección Femenina franquista, o las cuitas de la familia real, se ha convertido en el pan nuestro de cada día.

Los ciudadanos, aturdidos por la información sesgada de los medios afines al régimen, la polarización, el aumento de la radicalización agresiva en el panorama político, simplemente no están preparados para gestionar esa lluvia de medidas electoralistas de última hora, y ni siquiera se preguntan “¿y quién paga esta fiesta” o “¿y esto que impacto positivo va a tener y dónde están los estudios que lo avalan?”.

Como explican los expertos en el tema los mecanismos de defensa no son sanos. La razón es bien sencilla: “no nos permiten adaptarnos de forma sana a la realidad, nos impiden una interpretación real de las situaciones y no nos dejan afrontarlas adecuadamente”. Llevan a que procesemos la información de manera que somos incapaces de hacer un análisis objetivo de lo que sucede y de nuestras propias reacciones. Es mucho mejor tomar distancia, y no dejar que nuestro propio cerebro distorsione la realidad; ser conscientes de nuestras limitaciones y carencias, y poder mejorar como sociedad.

Pero para ello, es necesario aprender a escuchar, a leer, a aceptar críticas, a valorar la idea en lugar de la persona. Muy difícil. Pero por encima de todo eso, hay que querer. Y no queremos.