El hermano de Juan se suicidó con 20 años. Tenía esquizofrenia diagnosticada y había intentado escaparse varias veces de casa antes de que su familia lograra una plaza para él en un centro especializado en trastornos mentales. “Queríamos, al menos, mitigar y controlar su sufrimiento, pero no fue suficiente”, relata ahora Juan.
El joven consiguió escaparse del centro y se suicidó. “Fue un duro golpe, era mi único hermano y no hay día que no le recuerde, aunque tampoco sé qué clase de vida y, sobre todo, qué calidad de vida podría haber llevado arrastrando una enfermedad de ese tipo”, asegura.
Juan reconoce que no sabe “hasta qué punto” la muerte de su hermano podría haberse evitado, pero pone el foco en las miles de personas que cada día “prefieren morir por no poder afrontar causas económicas o de otro tipo y es necesario ayudarlas”. “Cuando una persona se suicida no solo fallece ella, genera un poso de tristeza en sus familiares y amigos para el resto de la vida”, asevera.
Para Mariela Checa, decana del Ilustre Colegio Oficial de Psicología de Andalucía Oriental (Copao), “el suicidio no es solo un problema de salud, es un problema social y comunitario que durante mucho tiempo ha sido silenciado”. A su juicio, el tabú que se ha creado sobre el mismo ha hecho no solo que no se hablara, sino que se prohibiera hablar del él.
“La idea del contagio se ha llevado a términos extremos y ha convertido el suicidio en algo que no existe y, por ende, sobre lo que no se ponen recursos”, apunta. Miguel Guerrero, coordinador de la Unidad de Prevención e Intervención Intensiva en Conducta Suicida (UPII Cicerón) de Andalucía, añade que además de esta invisibilización y del silencio, el suicidio “arrastra muchas creencias erróneas”, mitos que al final se convierten en una barrera más para la prevención, para que una persona se decida a pedir ayuda o para que quienes están a su alrededor consigan identificar su caso.
La pandemia, coinciden ambos expertos, fue un punto de inflexión en este sentido. Para Checa, ayudó sin duda a “visibilizar y normalizar” la importancia de la salud mental, pero ya eran un problema de salud pública “desde mucho antes que llegara el coronavirus”, apostilla Guerrero, preocupado porque la visibilidad que ahora tienen estos temas no sea “responsable” y acabe “instrumentalizada para otros fines”.
“Se está usando la estadística para solicitar recursos a determinados intereses y no para prevención. Si esto es una moda destapada por la pandemia, en poco tiempo volveremos al ostracismo de antes”, matiza.
Pero las consecuencias de la crisis sanitaria no se quedaron ahí: también trajo consigo un incremento de los problemas de salud mental y de los suicidios. En Málaga, en 2021 se quitaron la vida 198 personas, la cifra máxima desde que hay registros. De 2020 a 2022, lo hicieron 538 malagueños.
El aumento en los últimos dos años ha sido especialmente significativo entre los más jóvenes, tal y como corroboran los datos de muchas entidades que trabajan en primera línea en la prevención. La Fundación ANAR, por ejemplo, ha pasado a atender en 2019 958 casos a 4.554 en 2020. Según un informe que publicó el pasado año, entre los niños y adolescentes que llaman a sus puertas ha aumentado un 146% las ideas suicidas y un 207% los intentos de quitarse la vida.
“Me contagié de coronavirus y comencé a darme cuenta de que me sentía sola. Lo percibí en las relaciones con mis amigas y se fue generalizando a otros casos como mi familia. Y cuando comencé a sentirme sola, se desencadenaron pensamientos y emociones negativas casi todo el tiempo…”, relata una chica de 14 años en uno de los cientos de testimonios que recoge la organización sin ánimo de lucro.
Conscientes de este incremento, en el Teléfono de la Esperanza lanzaron en 2022 un chat de ayuda al que han acudido tan solo en los seis primeros meses de este año 330 jóvenes con ideas suicida, 65 con crisis suicidas y 22 con acto suicida en curso.
Eduardo Bensabat es uno de los voluntarios que está detrás de ese canal. Psicólogo de profesión, constata ese preocupante aumento de casos entre los adolescentes, a quienes asegura que todavía les cuesta pedir ayuda. “Muchos llegan a nosotros porque nos encuentran en Google cuando buscan formas de autolesionarse”, asegura.
Según cifras del Ministerio de Sanidad, en los últimos 20 años las hospitalizaciones por lesiones autoinfligidas en la población de 10 a 24 años se han triplicado y según el estudio PsiCE (Psicología en Contextos Educativos), uno de cada 20 adolescentes han intentado quitarse la vida. “Las autolesiones se están popularizando como una herramienta de liberación emocional, como una forma de distraer el malestar emocional hacia el físico”, contextualiza este psicólogo.
Lo que subyace en muchos de los casos que pasan por su chat son estados de ánimo ansioso-depresivos, falta de apoyo social… Frases como “nadie me quiere” o “estoy solo”, que muestran sin paliativos, a juicio de este voluntario, que lo que le ocurre a muchos adolescentes es que “nadie les comprende”.
“Si un joven te cuenta que se siente mal tras una ruptura, le soltamos sin problema comentarios como ‘ya conocerás a otra persona’, ‘de todo se sale’, ‘no tienes que sentirte asi’, pero eso no es lo que necesita”, ejemplifica Bensabat para explicar la importancia de la validación emocional.
“Cuando percibimos que una persona tiene una actitud depresiva o ideas suicidas, lo primero que tenemos que evitar es hacerle ese tipo de comentarios. Hay que darle espacio, dejar que se exprese, no trasladarle que lo que siente es una tontería”, recomienda.
Para el coordinador de la Unidad de Prevención e Intervención Intensiva en Conducta Suicida de Andalucía, no obstante, es importante que coincida el foco mediático con el epidemiológico. “Las muertes se concentran entre mayores, los jóvenes no representan más allá del 8% de los casos”, apunta, subrayando el peligro de incurrir en otro sesgo, el edadismo.
“Una de cada cuatro personas que se suicida es mayor de 70 años. En muchos de estos casos, se tiene a normalizar o menospreciar trastornos mentales como la depresión”, a lo que se une, añade Guerrero, la visión que impera sobre la vejez: las personas mayores sufren al ver cómo desaparecen de parte de su ámbito productivo y sienten que dejan de ser de utilidad y la sociedad en su conjunto pasa a darles menos valor.
A eso se suma que gran parte de esta población se encuentra “aislada”. “Cada vez más, las personas mayores sufren lo que se conoce como soledad no deseada y tenemos que tener en cuenta que estamos en una sociedad que se hace mayor a pasos agigantados y en no muchos años tendremos una población muy envejecida a la que tenemos que dedicar recursos”, reflexiona Checa.
La soledad es un factor de riesgo de suicidio y, aunque afecta a miles de ancianos, “la percepción es mayor entre los jóvenes”, asegura Guerrero. “Los adolescentes se sienten más solos que los mayores”, explica este experto, que invita a reflexionar sobre por qué estas generaciones se sienten “más sola que nunca” en una sociedad cada vez más multiconectada y apunta directamente a la influencia de las redes sociales.
“Han modificado la forma de interaccionar y relacionarse y están deteriorando los espacios de socialización. Es algo cultural ligado a una sociedad cada vez más competitiva, individualista, ligada al culto de la imagen y, sobre todo, que tienen a invisibilizar el sufrimiento de los demás”, defiende este experto.
Para hacer frente a ello, apuesta por “recuperar el sentimiento de la compasión”, que no es lo mismo que la empatía. La compasión es un sentimiento de tristeza que se origina al ver a otro sufrir y que impulsa a una persona a ayudarle, es decir, que moviliza. “Esto es prioritario en la prevención, que debemos concebir como algo colectivo, aunque nos cuesta mucho. El suicidio es un problema de todos”, asevera.
Eso lleva directamente a la conciencia social, algo que en opinión de este experto todavía queda mucho por trabajar porque no se ha despertado aún la idea de que es un problema de salud pública como ocurrió con los accidentes de tráfico o está ocurriendo con la violencia de género, ejemplifica.
A eso añade la “falta de una política para la prevención”, que podría llegar de la mano de un plan nacional contra el suicidio que, además del documento, traiga aparejados recursos económicos y humanos y una “financiación sostenida en el tiempo”.
En opinión del coordinador de la Unidad de Prevención e Intervención Intensiva en Conducta Suicida, “falta una visión no cortoplacista del problema, un liderazgo más ético de personas que puedan pensar en una estrategia de cambio”, falta, de forma muy sintética, “visión de compromiso público”.
Pese a todas estas deficiencias, Checa se empeña en poner énfasis sobre los recursos que sí están disponibles y en desarrollar “prevención proactiva”, con programas educativos como los que el Copao está impulsando junto con administraciones públicas destinados a menores y a sus progenitores.
La decana afirma que cuando “alguien que detecta a una persona con tristeza continuada, hay muchos recursos a su alcance”, pero son muchos los casos en los que no llegan a pedir ayuda ni se identifican. Por eso, anima al conjunto de la sociedad a estar “atenta a las señales” cuando alguien está invadido por la desesperanza, deja de salir y de tener contacto con otros, tienen comportamientos de autolesiones o sufre bullying o acoso. “Nueve de cada diez personas dan alguna señal antes de suicidarse”, apunta Eduardo.
“Hay que hablar del tema y hacerlo desde la solidaridad, desde cómo ayudamos. El lema debe ser hablemos del suicidio”, asevera Checa. “Pero hablar del suicidio más allá del día internacional”, añade Guerrero.
Pide ayuda
Si te sientes mal o conoces a alguien que necesite ayuda, puedes llamar al 024, una línea de atención del Ministerio de Sanidad. También puedes contactar con el Teléfono de la Esperanza (717 003 717) o con la Fundación Anar (900 20 20 10). Si prefieres hacerlo por chat, puedes usar acceder aquí o aquí.
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