Rosario Weiss (1814) fue mucho más que la simple aprendiz de Francisco de Goya. Su talento natural para el arte del dibujo y de la pintura la impulsó a un escalafón prácticamente cerrado a las mujeres del siglo XIX: el profesionalismo como artista, ambiente reservado a los lápices negros y pinceles empuñados por varones. Apenas vivió 28 años, pero le bastaron para colar sus obras en las exposiciones anuales de la Academia de San Fernando y granjearse los elogios de la crítica. La sombra de la relación con su maestro, no obstante, ha nublado desde entonces sus excepcionales creaciones.
El primer encuentro entre Rosario Weiss y Goya se registró en 1820, cuando su madre, Leocadia Zorrilla, se trasladó a vivir con ella y su otro hijo a la casa del pintor aragonés en las afueras de Madrid, en la Quinta del Sordo. El motivo de la mudanza no fue otro que la separación de la pareja —su padre, Isidoro Weiss, era un comerciante de origen alemán—. Leocadia, que se quedó al cuidado de sus vástagos, fue la ama de llaves del autor de Los fusilamientos, pero también existen rumores sobre un supuesto romance entre ambos.
En cualquier caso, Rosario creció influenciada por el genio de Goya, su primer maestro —también recibió formación del arquitecto Tiburcio Pérez Cuervo—: a los siete años, cuando la niña estaba aprendiendo a escribir, el pintor hacía dibujos para que ella los copiara o completara. La situación política de la España absolutista de Fernando VII obligó al artista a trasladarse a Francia, a Burdeos concretamente, en 1824, un exilio al que también le seguirían Rosario y su familia.
"Esta célebre criatura quiere aprender a pintar de miniatura, y yo también quiero, por ser el fenómeno tal vez mayor que habrá en el mundo de su edad hacer lo que hace; la acompañan cualidades muy apreciables como usted verá si me favorece en contribuir a ello; quisiera yo enviarla a París por algún tiempo, pero quisiera que usted la tuviera como si fuera hija mía ofreciéndole a usted la recompensa ya con mis obras o con mis haberes", le escribió Goya al banquero Joaquín María Ferrer resaltando las dotes de Rosario, "mi Rosario", como la llamaba.
En la localidad francesa, colonia destacada del exilio liberal español, Rosario siguió recibiendo las enseñanzas del pintor hasta que en 1825 pasó a la escuela pública y gratuita regentada por el pintor Pierre Lacour, donde se impartía una enseñanza más académica. Allí comenzó a manejar el trazo preciso, realista y limpio, a revelarse en una artista destacada, probablemente la más importante española de la primera mitad del siglo XIX. Sus obras, recogidas en una reciente exposición en la Biblioteca Nacional, dan buena muestra de ello.
Copista en el Prado
Tras la muerte de Goya en 1828 y hasta 1833, momento en el que regresaron a España tras decretarse una amnistía para los liberales exiliados, los Weiss se enfrentaron a una época de penurias económicas y miseria que superaron gracias a una pensión brindada por el gobierno francés y a la generosidad de sus amistades. A su vuelta a Madrid, la carrera artística de Rosario comenzó a despegar: empezó a trabajar en el Museo del Prado y en la Academia de San Fernando copiando al óleo y a lápiz pinturas de los grandes maestros de estas pinacotecas por encargo de particulares; y adaptó con éxito su estilo al romanticismo hispano.
Sin embargo, si ya de por sí no era fácil vivir de la pintura, más difícil todavía lo tenía una mujer. Como las copias le generaban unos ingresos imprescindibles para sobrevivir, Weiss se vio obligada a escribirle una carta a la regente María Cristina para que los responsables del Prado le bajaran algunas pinturas colgadas en lo alto de las paredes —era corta de vista, no podía contemplar todos los detalles— y así poder reproducirlas. Las copias, en ese momento, eran la única vía que rebajaba sus dificultades económicas y le permitían progresar como pintora.
La artista, socia muy activa del Liceo Artístico y Literario de Madrid, inaugurado en 1837 y donde presentó muchos de sus retratos, cultivó la miniatura —aunque sus obras no están identificadas—, el retrato a lápiz —que conforma el grueso de su producción y también incluye paisajes idealizados con castillos, lagos o ruinas— y la litografía, una técnica, que había aprendido durante su estancia en Burdeos y con la que grabó sus conocidos retratos de Mesonero Romanos, Zorrilla, Espronceda o Larra.
Su firma dejó de ser desconocida, y en 1840 fue nombrada académica de mérito por la pintura de historia en San Fernando, una de las pocas mujeres que alcanzaron este reconocimiento en la época. No obstante, la cima de su corta pero intensa carrera profesional —realizó 166 dibujos, 42 estampas y un puñado de pinturas que no llegan a la decena— la logró en 1842 cuando la nombraron maestra de dibujo de la futura Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda. Un ataque de cólera le provocaría la muerte poco tiempo después, el 31 de julio de 1843.
La enfermedad le asaltó cuando empezaba a gozar de preeminencia y a vivir bien —el salario como maestra de las hijas del rey Fernando VII era de 8.000 reales—. Quién sabe hasta dónde podría haber llegado. La única evidencia es que en la actualidad sigue siendo una artista bastante desconocida. Los historiadores, además, mantienen un intenso debate acerca de la autoría de un grupo de dibujos atribuidos a Goya que podrían ser de Rosario Weiss.
En sus fondos, el Museo del Prado conserva dos de sus obras: el dibujo Retrato de una dama judía de Burdeos —comprado en 2014 por el Ministerio de Cultura por 2.000 euros— y la copia del lienzo Los duques de San Fernando de Quiroga. Según la web de la pinacoteca, ninguna de las dos están expuestas en sala.