A pesar de contar con tan solo trece años, María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714) era ya una mujer con una fuerte personalidad y de aguda inteligencia, además de valerosa. En su noche de bodas con Felipe V, el primer Borbón español, se negó a comparecer en el lecho nupcial por la decisión de su flamante marido de separarla de su séquito —otra versión más novelesca señala que el plante se produjo como venganza por la ausencia de comida francesa durante el convite—. Un acto insólito, pues el papel de las reinas se resumía casi exclusivamente a engendrar descendientes varones, que provocó la preocupación en la corte.
El matrimonio se había gestado por los tejemanejes de Luis XIV, el rey Sol, abuelo de Felipe V, con el que buscaba sellar una efímera alianza borbónica con la casa de Saboya —estos se alinearían con el bando del archiduque Carlos durante la Guerra de Sucesión—. Al conocer las noticias del primer encuentro con su mujer, el monarca francés envió a su nieto una serie de instrucciones: "Haced feliz a la reina si es preciso, a pesar de ella misma. Reprimidla al principio, que más tarde os lo agradecerá, y esta violencia que en vos mismo haréis le dará la prueba evidente del afecto que le profesáis".
María Luisa Gabriela de Saboya, dejando en mera anécdota este primer encuentro —el enlace fue consumado a la tercera noche y guiado por una pasión desenfrenada durante los años siguientes—, se reveló desde entonces en un pilar fundamental para Felipe V, tanto a nivel personal como de gobierno. La italiana logró aplacar el abatimiento del joven Bobón, aquejado de una enfermedad mental que le provocaba delirios, ser una eficaz regente durante sus ausencias y brindarle descendencia masculina, entre ella los futuros Luis I y Fernando VI. Es la única reina de la historia de España en ser madre de dos reyes.
Hija de Víctor Amadeo II y Ana María de Orleáns, la muchacha era "de talla pequeña, cabellos castaños: ojos casi negros, llenos de fuego y de vivacidad, tez de notable blancura (...), mejillas gruesas, talle airoso, pies pequeños y manos encantadoras (...). Su fisionomía conservó largo tiempo una expresión infantil, pero muy inteligente (...) sus retratos no dan más que una mediana idea de sus encantos", según la duquesa de la Roca.
Su juventud no fue un impedimento para abanderar las tareas de regente cuando su esposo se marchó a combatir a las tropas del pretendiente austriaco al trono español. Apoyada en la eficaz ayuda de la princesa de los Ursinos, María Luisa demostró un gran instinto político y un sentido de responsabilidad máximo. Incluso cuando su familia se opuso a la causa de Felipe V, la reina niña se mantuvo fiel a su marido. Valorada por los españoles, fue "el lazo más eficaz" entre el monarca y su pueblo, según el historiador Carlos Seco Serrano.
"Amo al rey apasionadamente —escribió María Luisa a Luis XIV en 1702, cuando su esposo estaba guerreando en Italia—; así no sabría pensar que me separo de él más que con un extremo dolor; sin embargo, he comprendido que es necesario que yo haga este sacrificio para su gloria y que me quede en España, para mantener el compromiso de sus súbditos, que desean tanto mi presencia para conservar la fidelidad que le deben y para socorrerle en las necesidades que tendrá para sostener la guerra". En otra carta le explicaba que las largas reuniones de la corte apenas le dejaban espacio para desconectar: solo por la noche podía jugar con sus damas a la gallina ciega.
Los dos reyes
La popularidad de María Luisa Gabriela de Saboya se disparó a lo largo del conflicto —vendió, por ejemplo, sus joyas para costear los gastos de la guerra—, repercutiendo también favorablemente en la imagen que el pueblo tenía de Felipe V. Y en plena contienda dio a luz a una series de varones que debían asegurar la dinastía borbónica en el trono peninsular. El primero de ellos fue el futuro Luis I (1707-1724), el monarca más breve de la historia de España: estuvo en el trono poco más de siete meses, hasta que una viruela acabó con su vida.
En 1707 nació el infante Felipe Pedro, que apenas sobrevivió una semana; y en 1712 otro niño, también llamado Felipe, pero que asimismo moriría prematuramente, a los siete años. En su sepulcro de El Escorial, Felipe V ordenó grabar la siguiente inscripción: "Fue arrebatado para que la maldad no cambiara su inteligencia".
No obstante, el segundo parto de la reina, que era una adolescente, repercutió enormemente en su salud. Comenzó a sufrir fiebres y fuertes dolores de cabeza, que fueron tratados con "sangre de pichón", un remedio que le provocó calvicie y le empujó a utilizar pelucas durante el resto de su vida. A pesar de todos los problemas, María Luisa parió otro niño en septiembre de 1713, el futuro Fernando VI (m.1759). La descendencia estaba garantizada, pero a costa de su energía. A principios del año siguiente se le diagnosticó una tuberculosis, muriendo el 14 de febrero, habiendo vivido apenas un cuarto de siglo y cuando la ansiada paz al fin consolidaba a su esposo en el trono.
Aunque contó con enemigos que la definieron como una mujer perversa y adicta al poder, sus contemporáneos dedicaron a María Luisa grandes elogios. En 1704, el duque de Gramont, embajador de Francia, señalaba: "La reina de España es lo que se llama entre lo más exquisito una persona muy extraordinaria". "Las ideas de esta reina se salen de lo corriente", destacaba por su parte el italiano Alberoni en 1713. Opinión similar a la del duque de Vendôme: "Sobre la reina confieso que está muy por encima de todo lo que había oído decir, no es preciso más que verla un momento para quedar encantado".