Wendell Steven, 77 años, retirado, aguarda la llegada de Donald Trump sentado en el auditorio del colegio comunitario Iowa Central, en Fort Dodge. Lleva una gorra roja con el slogan de campaña del magnate: “Make America Great Again”. Viajó desde Lakota, a poco más de una hora de allí, entusiasmado por la candidatura presidencial que ha sacudido al Partido Republicano.
Steven se queja de que Estados Unidos “se está quedando atrás” y ya no lidera el mundo. Vladimir Putin tiene ventaja, dice. Quiere alguien que asegura la frontera con México. Se queja también de los inmigrantes “ilegales”, que llegan de todas partes. “No tenemos lugar en nuestras prisiones para todos ellos”, dispara. Quiere alguien que defienda “los valores sobre los que se construyó el país”: la Constitución, el cristianismo y la libertad. Trump es su hombre.
“Es agresivo, y necesitamos eso en nuestra política”, comenta.
Tras el himno, el juramento de lealtad a la bandera a cargo de un veterano de guerra y una plegaria de un pastor, y casi una hora más tarde de lo previsto, Donald Trump irrumpe en el escenario. Lo acompaña la canción, “We are not gonna take it”, de Twisted Sisters (Neil Young no lo dejó usar “Rockin”) y lo recibe una multitud entrada en años, caucásica, fiel reflejo de Iowa, donde el 92% de la población es blanca. Las minorías se cuentan con los dedos de una mano.
“¿A ya nadie le preocupan las fronteras?”, pregunta Trump, vestido con traje azul, corbata a rayas y camisa blanca, apenas comienza con un discurso de una hora y media, en el cual él, por sobre todo lo demás, será el gran protagonista.
Trump carga contra los inmigrantes que “llegan de todos lados, tienen un bebé, y se toman vacaciones”. Alguien lo interrumpe para decirle que lo ama. “Yo también te amo, nene. Aunque seas un hombre, también te amo”, le responde. Trump critica a México, aunque dice que ama a México y a los mexicanos. “China nos está matando”, dispara a continuación. Trump pinta un presente sombrío: Estados Unidos no gana, “se está yendo al infierno”, ya nadie se siente orgulloso, sino avergonzado.
“¿Cómo te recuperas de todo eso? Te recuperas con gente inteligente que cierre buenos acuerdos”, se responde a si mismo.
Trump ofrece, una y otra vez, el mismo diagnóstico: “Nunca ganamos”. Se detiene, y de la nada, pregunta si alguien ha comprado su último libro, Estados Unidos lisiado, que lo muestra enojado en la portada. Alguien se pone de pie, y muestra una copia. “Dame eso”, le dice. Trump toma el libro, lo muestra, y cuenta una anécdota sobre las fotos que le tomaron de prueba: “Las vi y me dije, ¿realmente soy tan guapo?”.
Un presente decadente, la amenaza del terrorismo y los inmigrantes ilegales, y el retroceso de Estados Unidos en política exterior son los ejes de un discurso huérfano de precisiones. Trump intercala definiciones hechas para la televisión con comentarios sobre su libro, su inteligencia –“soy un genio” o “soy muy competente”–, los gemelos de su camisa –aclarará que los compró en la tienda Macy’s, no en una casa de lujo– y bromas que, por momentos, lo ponen más cerca de la comedia. El público responde. Siempre.
“Creo que es la nueva esperanza. Tiene buenos valores cristianos”, había comentado antes del discurso Carolyn Berndt, 60 años. Vestía una camiseta de Donald Trump, con cuatro de sus chapas prendidas en el pecho. “Creo que cumplirá con el trabajo.”
Trump habla poco de economía, y prefiere concentrarse en inmigración y política exterior. Despierta uno de los aplausos más fuertes de la noche cuando describe cómo enfrentaría a Estado Islámico, una amenaza compleja, para la cual ofrece una solución simple: “Los bombardearía hasta a la mierda”.
Luego, promete, cerrará un acuerdo con Exxon para quedarse con el petróleo.
Trump promete también ser “más militarista que nadie”, y ofrece una particular garantía de seguridad: “Nadie nos va a tocar, especialmente conmigo, porque soy tan impredecible –afirma, llevándose un dedo a la frente–. Un presidente tiene que ser impredecible”.
Carl Mattes, 77 años, retirado, había expresado minutos antes cierta inquietud ante ese rasgo del empresario. “Me preocupa que tenga control sobre armas nucleares si llega a eso”, había comentado.
Otros asistentes al rally se muestran mucho menos preocupados por dotar a Trump con el poder que carga el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas más poderosas del planeta.
Vestida con una camiseta con el lema “esposa granjera”, Dianne Jorgenson, 64 años, voluntaria de la campaña de Trump, dice que una de las cosas que más le entusiasma del empresario es su promesa de fortalecer a los militares. No cree que el cambio climático sea una amenaza porque “no hay mucha evidencia”, pero le preocupa la seguridad en la frontera.
“Nuestro país está en un gran lío, y él es la persona que puede arreglarlo”, afirma.
Darwin Edwards, 69 años, viajó desde Georgia para el rally. Es un ferviente partidario de Trump, y trabaja como voluntario para la campaña. Vestido con una camisa con la bandera estadounidense, dice que le gusta Trump porque “dice lo que piensa, y piensa lo que dice”. También le preocupa la frontera. “Lo vi, hablando sin guión ni teleprompter, y captó mi atención en seguida cuando dijo que iba a construir un muro y cerrar la frontera para que tengamos un país de vuelta”, explica.
“Si no lo hacemos –vaticina– vamos a perder nuestro país. No hay duda”.