París
La cristalera de la brasserie en la esquina de la calle Fontaine au Roi tiene 17 agujeros de bala señalados con papelitos. Los balazos también se notan en el banco de la lavandería de al lado que se ha quedado con la puerta automática abierta y los añicos de vidrio esparcidos por todo el suelo de goma negra ante las lavadoras metálicas. Dibujos con tiza marcan los casquillos caídos.
En la siguiente terraza, la del restaurante italiano Casa Nostra, sólo queda fuera una silla de mimbre trenzado junto al serrín que aún se mezcla con la sangre. Aquí fueron asesinadas cinco personas. Unos metros más allá, 14. Bajando el bulevar, 89. Cerca del canal donde la romántica Amélie Poulain rebotaba sus piedras.

Una pareja se abraza cerca de uno de los cafés atacados. David Ramos Getty Images

En la esquina, frente a los balazos, los restos de casquillo, la sangre, las flores, las velas y los mensajes, cuatro desconocidos charlan: Maurice, Mohamed, Daniel y Ulysse. Maurice tiene 37 años, dice que no teme nada porque tiene un permiso de tiro y asegura que por su piel oscura en el colegio le decían que "no servía de nada".
Mohamed es un agente de seguridad cincuentón que nació en Túnez, vivió diez años en Siria y ahora teme por la discriminación que puedan sufrir sus hijos. Daniel es un profesor jubilado que cree que éste no será el último atentado. Ulysse tiene 17 años, lleva un patinete debajo del brazo y vive al final de la calle donde los terroristas se pusieron anoche a disparar contra la brasserie, el restaurante italiano y la lavandería. Los cuatro son del barrio.

Flores a las puertas del restaurante atacado Christian Hartman Reuters

A sus espaldas decenas de personas se agachan para encender velas, dejar flores y escribir notas en los lugares donde unas horas antes los terroristas descargaron una y otra vez sus fusiles de asalto. Una pareja joven se abraza y solloza. Unas niñas gemelas ríen mientras juegan con dos ramas, una pequeña y otra más larga, como si fueran espadas. Una chica y un chico dejan el poema Cet amour de Jacques Prévert impreso en un cuadernillo amarillo y reparten copias entre los paseantes: "Cet amour/Si violent/Si fragile/Si tendre/Si désespéré/Cet amour". 

Una joven llora a las puertas del Petit Cambodge. Antoine Antoniol Getty Images

 

"Hay árabes y judíos. Me encanta"

La zona junto al canal de St. Martin está en pleno cambio. Aún se ven badulaques mal iluminados, tiendas de liquidación y grafiti en los muros. Las gaviotas devoran los restos de comida y basura que flotan sobre el canal. Los barrotes verdes del puente desde donde Amélie rebotaba sus piedras están desgastados. Pero también han llegado las cadenas de ropa y alguna boutique de diseño. Un edificio de madera y aspecto nórdico de nueva construcción junto a las viejas brasseries recuerda el cambio en una zona de inmigración. "Hay árabes y judíos", presume Mohamed. "A mí me encanta. Hay de todo. Árabes, judíos, chinos. Así es como se conoce mejor a la gente, conviviendo", apunta Daniel.

Muestra de dolor, frente a Bataclan. Jeff J Mitchell Getty Images

Los cuatro vecinos que acaban de conocerse recuerdan la noche en blanco que han pasado. "Veía a la gente que corría debajo de casa", cuenta Ulysse. Ninguno se atrevió a pisar la calle hasta esta mañana. "No era el momento de salir", dice Mohamed. "Las balas te pueden alcanzar a 100, 300 metros de distancia", cuenta Maurice, que dice conocer "bien el mundo de las armas". "¿Tienes un arma?", pregunta algo inquieto Daniel.

El profesor jubilado dice no temer por él. "Pero estoy muy triste. Lo siento por mis hijos. Qué mundo les vamos a dejar". "Yo tengo un hijo de tres años. ¿Qué va a ver?", interviene Maurice, que se queja del estereotipo que les cae a los inmigrantes por muy integrados que estén. "Los terroristas son delincuentes. Da igual que sean musulmanes", dice Ulysse. "La república tiene que dar ejemplo". Al joven no le gusta el estado de emergencia. "Los terroristas no tienen género, no tienen perfil, no tienen religión. Son terroristas. Están por todos lados", dice Maurice. "En España tenéis a Batasuna", comenta.

El debate gira hacia las soluciones contra el extremismo. "Lo que podemos hacer es la educación", dice Daniel. "Están excluidos, hay mucho racismo en Francia", ofrece Ulysse. Daniel dice que la culpa es de los guetos y de los extranjeros que no aprovechan el colegio lo suficiente. Pero también reconoce prejuicios. "Por llamarse Mohamed tienen más dificultades que si se llamaran Maurice o René", dice. "Hay muchos prejuicios también en este barrio. Depende de si vives en un lado o en otro", añade Maurice.

Daniel y Mohamed deciden seguir juntos el camino hasta Le Petit Cambodge, la siguiente terraza del terror. Están de peregrinación por los escenarios de la masacre. Como muchos otros, por curiosidad, dolor o desafío frente a quienes los quieren encerrar en casa.

"Quería mostrar mis respetos", dice Ahmed Barak, un kurdo que lleva 15 años viviendo en Francia y que deja unas flores junto a la valla en el bulevar Voltaire que impide llegar hasta el Bataclan, el teatro de 1860 donde fueron masacradas casi un centenar de personas durante un concierto de rock. "Hay que combatirlos. El pueblo kurdo sabe mucho de eso", dice el hombre sesentón y parte de una asociación que se queja de que Francia debería ser más activa contra estados que ayudan a financiar el terrorismo. Junto a él, un chico con una kipá consigue pasar la valla para entrar en su casa. En el otro extremo de la calle, unas mujeres con velo tienen que esperar un poco más para acceder después de mostrar su pasaporte.

Rosas y despedidas

Una rosa azul brillante destaca entre las demás flores, apoyada en las rejas. Los mensajes son para las víctimas, contra los terroristas, por la vida. "En memoria de las personas asesinadas, no os olvidaremos nunca", "para que Francia se levante siempre", "viva Francia". "Larga vida a la vida. Estamos unidos sin ira, sin miedo". Los mensajes, igual que las pequeñas velas y las flores multicolores, se repiten en el recorrido.

Los vecinos hacen el camino de la muerte y se aglutinan alrededor de cada escaparate a debatir, a llorar, a reír. "La vida continúa", dice un cartel a los pies de otro restaurante atacado un poco más abajo.  

Velas, flores y restos de sangre a las puertas del Bataclan. C. Furlong Getty

Junto a la sala de conciertos Bataclan queda la estructura metálica del mercado que hoy está vacío. Restos de ciruelas aplastadas recuerdan qué debería estar aquí. Pero los niños siguen jugando en los parques pese al frío y las alertas y los hombres mayores disputan otra partida de petanca. Un americano va en bici con su hijo, que pedalea con dificultad por una cuesta. El padre grita: "¡Vamos!"
Delante del restaurante Carillon, entre carteles que dicen "la única respuesta, la educación" o "sin miedo", una calavera llama la atención: tiene escrito en rojo "muerte y libertad". El lugar, como todos los afectados, está cerrado, pero dentro se ve un hombre con gorra y bigote con un gesto muy serio junto a la caja registradora iluminada por una luz mortecina. Habla con otro colega, que también se ve desde el exterior a través de los visillos. A los pies de su ventana, alguien ha dejado un ejemplar de El principito. La cubierta tiene un interrogante escrito con rotulador oscuro.

Las zapatillas de una de las víctimas yacen a las puertas de la sala Bataclan. Charles Platiau Reuters

Noticias relacionadas