Ciberactivistas en Cuba y Venezuela, historias de película que son muy reales
A Reyner y Oriana no les frena que les persigan los servicios secretos ni que les dejen sin la universidad.
13 marzo, 2016 01:13Noticias relacionadas
Desarrolladores web, activistas y una escasa presencia de tecnólogos miran de reojo al extraño apostando en silencio quién podría ser el espía en este encuentro de más de 800 destacados visitantes; 74 nacionalidades de las que una gran mayoría sólo ofrece su ‘nick’ al dar la mano y presentarse en prevención de su seguridad personal. Prohibido hacer fotos si no es por expreso consentimiento del interesado y sólo fuera del recinto. Dentro, la cámara ha de ir en la mochila y pocos dejan que su voz quede grabada si es que los entrevistas.
Entre hackers iraníes con base en Canadá, colectivos revolucionarios de los rincones más remotos de África y una generosa representación latinoamericana, encontramos a un cubano y a una venezolana dispuestos a hablar a cara descubierta sobre su historia personal. Estamos en la segunda edición del Internet Freedom Festival (IFF), el encuentro entre ‘ciber-activistas’ más importante del mundo celebrado recientemente en Valencia, que ha girado en esta ocasión en torno a la privacidad, censura y libertad de información en internet.
Reyner Agüero (26) cursaba su tercer año en la Universidad de Ciencias Informáticas de La Habana -construida sobre la ‘Base Lourdes’, un antiguo centro de radioescuchas ruso- cuando un periodista español interesado en la realidad de la juventud cubana solicitó entrevistarlo por internet. Reyner accedió. Incluso a ilustrar el artículo resultante con su cara, nombre y apellidos cuando éste le ofreció preservar su identidad en el anonimato.
Corría el año 2011. “Era una época en la que me sentía muy identificado con un grupo de música bastante contestatario e hice lo que se conoce como un 'acto de valentía'” –sonríe con sorna-, “que no es otra cosa que responder lo que uno realmente cree de acuerdo a cada pregunta”. Varios medios de comunicación y blogueros se hicieron eco de aquel encuentro digital y el propio Reyner lo compartió, despreocupado, con varios de sus amigos y compañeros de estudios.
Cuatro días después era convocado por oficiales del mismo campus, adscritos a una nueva ‘Operación Verdad’ –una división de funcionarios dirigida al monitoreo de internet con fines ideológicos-, “que fue un proyecto que se conoce como ‘ciber-guerrilleros’, informáticos especializados en hackear páginas web para defender a capa y espada los intereses del Gobierno cubano”, explica Reyner. “El líder de este proyecto empezó a cuestionarme, una por una, durante dos horas, cada una de las respuestas que yo había dado. Junto a él estaba un compañero mío con el que yo solía discutir de política a modo de sano debate y tal vez fue él quien informó de mí”, -aclara sin tono de reproche en su voz.
Una primera convocatoria a la que le siguió una ‘comisión disciplinaria’, también de dos horas, “a puerta cerrada y sin defensa para mí”, en la que ya había presentes varios funcionarios de la Universidad, militares incluidos. “Empezaron a acusarme de varios delitos con el fin de que yo admitiese que había sido víctima de una manipulación, lo que negué, puesto que era incierto. Había sido algo con lo que siempre estuve de acuerdo. Incluso el periodista me había propuesto preservar mi anonimato y yo le dije que no hacía falta”.
La tercera y última reunión de ese día fue para expulsarle de la Unión de Jóvenes Comunistas, “lo que no me preocupaba, ya que en Cuba muchos jóvenes nos afiliamos pronto y yo lo hice con 14 años, una edad en la que a nivel político y de tantas otras esferas no se tiene suficiente madurez para decidir qué es lo que uno quiere. Y además, en mi país es la única organización política que existe. Para nosotros es una forma de estar ‘más limpio’ ante la sociedad”. Lo peor fue la medida disciplinaria: prohibido seguir estudiando por un plazo de tres años. “Simplemente por haber respondido a una entrevista”, confiesa aún sorprendido por algo que se tornaría definitivo.
“Cuando acabaron, ya tenían gestionados todos los papeles de la baja y me esperaba un carro [coche] para llevarme hasta la mismísima puerta de mi casa, en Camagüey”, una localidad que se encuentra a más de 500 kilómetros de La Habana. “No me dejaron despedirme ni de mis amistades. Y luego se dice que es un país que no tiene recursos” –apunta con una carcajada leve y amarga-. “Aquella entrevista salió publicada cuando se preparaba una gran manifestación en La Habana para unos días después y pienso que más que sacarme de la Universidad, lo que querían era sacarme de La Habana”.
Un día después del regreso a casa, la Seguridad del Estado comenzó sus visitas diarias “y a partir de ahí fui sometido a vigilancia, acoso y presiones. Quizá esos mismos oficiales de Inteligencia, en el fondo, estaban de acuerdo conmigo, pero el nivel de compromiso es tal…”. Sorprende la ausencia constante de reproche en la voz de este “disidente”, como dice que está marcado desde entonces, de exquisito uso del español.
Después de esos tres años de castigo ha intentado volver a la Universidad. Sin éxito. “No había una ley clara al respecto para expulsarme por motivos políticos, así que me acusaron de usar internet con fines no docentes”.
Oriana Hernández (27), directora de la ONG venezolana ‘Visión Democrática’, también descubrió rápido el sabor del miedo y la incertidumbre. Desde que estudiaba Administración en la Universidad Central de Venezuela. En esa época, y tras el cierre en 2007 de Radio Caracas Televisión, se unió al movimiento estudiantil. Aunque con mejor fortuna.
“Cuando trabajaba en Voto Joven [organización que promovía la participación y registro electoral de la juventud], me llegaban SMS anónimos que me advertían de que sabían lo que estaba haciendo y que tuviese cuidado”. Luego tendría conocimiento de que el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional [SEBIN], la había incluido en una lista de gente a vigilar. Un informe pedía entrar en sus círculos para saber qué estaba haciendo.
“Te sientes claramente afectado”, explica Oriana. “Sobre todo cuando das algún tipo de declaración y tienes miedo de que al Gobierno no le guste y tome represalias. No hay una definición clara de lo que es delito y lo que no”. Pone de ejemplo la ‘Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión’, según la cual no se puede publicar nada que genere zozobra en la población. “Pero, ¿qué es “zozobra”, cómo se interpreta eso? –se pregunta afectada. “Tenemos una ley muy ambigua y muy complicada. Ya no sólo para la prensa, sino contra gente que puede ser elegida aleatoriamente cuando el Gobierno necesita un culpable”.
Lo ilustra con el hallazgo del diputado chavista, Robert Serra, degollado y cosido a 40 puñaladas, lo que provocó el encarcelamiento de varios tuiteros a los que se vinculó con el asesinato. “Se dice que una de ellas señaló el crimen mucho antes de que ocurriera, pero esto no tiene ninguna base”. O con el caso del opositor Leopoldo López, “preso por tener una clara línea contra el Gobierno. Y de ahí para abajo, periodistas, blogueros…”.
“La libertad de expresión e información, en Venezuela tiene varias aristas. La principal es la lenta conexión a internet [1,5MB/sg por los 20MB/sg de EE UU]. Otra es la infraestructura, el suministro de energía eléctrica- detalla Oriana-. "Luego tenemos el bloqueo de sitios web como el de NTN24, un canal que fue muy solidario con las protestas de 2014. O la compra de medios por capital desconocido y repentino cambio editorial. La no renovación de concesiones a 33 emisoras de radio. La autocensura de periodistas que tienen miedo y en este momento, además, la crisis del papel, con medios con reservas muy limitadas que han pasado de ser diarios a semanarios”.
¿Podría ser la disidencia venezolana una cosa de la élite? “No es mi caso. Soy huérfana y trabajo desde muy pequeñita. Me pago mi propia residencia”. Ataja entonces Oriana con la Venezuela de hoy: “Me da más miedo la violencia común que la que pueda venir por mi rol de activista”. O no. Una situación “muy complicada” en un país en el que ya no hay zonas rojas porque “todo el país es una zona roja en el que a las siete de la tarde ya no hay gente en la calle”.
Cuenta que los agentes de violencia de hoy son niños que se estrenan con 10 u 11 años. Y más: “Hace unos meses quisieron robarle el vehículo a un vecino y resultó que los ladrones no sólo tenían armas largas, ¡sino granadas! Hubo un enfrentamiento policial y yo, que vivo en un sexto piso, a las ocho de la tarde estaba tirada en el suelo, en plena crisis nerviosa, porque no paraban de sucederse las ráfagas y explosiones. Y uno se pregunta cómo llegan las granadas a manos de los delincuentes. ¿Quién los está armando?”.
Sugiere investigaciones que demostrarían cómo el Estado venezolano ha armado a grupos violentos con la intención de que respaldasen sus acciones. Ahora, insurrectos, operan por su cuenta y el asunto anda ido de las manos. Recuerda el motín de la cárcel de isla Margarita -viral a partir de un vídeo difundido por el ex candidato presidencial, Henrique Capriles-, en el que presos armados con sofisticado armamento de guerra disparaban al aire “cantidades ilimitadas de balas, como si aquello sobrara”, matiza.
“¿Cómo entran las armas a las cárceles venezolanas? El Gobierno armó a los delincuentes. El Gobierno venezolano es militar, tiene un montón de grupos armados a su servicio, además del Ejército. El 35% de los ministerios están en manos de exmilitares de carrera que, a su vez, van colocando a más militares en puestos clave”. Con todo, su último miedo más recurrente es despistarse del día en que llega el camión de reparto con los alimentos básicos a su barrio, los jueves, y ser la última en situarse en la cola. “¡Tengo que estar muy pendiente!”, se queja entre risas que buscan quitarle densidad a una realidad, la suya, que poco tiene ‘de salón’.