La puesta en escena ilustra fielmente la situación que vive Brasil. Se dio en la mañana del miércoles. En la explanada de los Tres Poderes, en Brasilia, centro político del país, dos grupos se enfrentaban a gritos con un cordón policial de por medio. Unos, la mayoría, contra el Gobierno. Los otros, a favor. Ocurrió en el momento en que Lula da Silva tomaba posesión como ministro en el palacio de Planalto, sede del Ejecutivo.
Frente a ese edificio está el el Tribunal Supremo, única instancia en la que el expresidente podría ser juzgado a pesar de la inmunidad parlamentaria que obtiene como titular de la Casa Civil. Entre ambos palacios está el Congreso, donde se multiplicaban, a esa hora, los movimientos para acelerar la formación de la comisión de impeachment para tumbar a Dilma Rousseff.
La imagen del Gobierno luchando por sobrevivir entre la hostilidad del Congreso, el cerco de la justicia y la polarización en la calle no es nueva, hace meses que se vive esa situación en Brasil. Pero se supone que la llegada de Lula da Silva al Gobierno le daría a Rousseff la solución del problema y el efecto, de momento, ha sido exactamente el contrario.
A las 10.40 (hora brasileña) Lula da Silva firmó su acta de nombramiento, la misma a la que se refería la conversación telefónica entre él y la presidenta divulgada por el juez del Caso Petrobras, Sérgio Moro, el día anterior.
Dejó el bolígrafo y se abrazó a Rousseff, a quien levantó las manos en señal de triunfo. Cuando Rousseff fue a hablar tras los aplausos de rigor, se oyó, retumbante, una voz solitaria en el salón: “¡Vergonha!” (¡vergüenza!), que fue inmediatamente contestada con un “no va a haber golpe” por parte de los asistentes, miembros del Gobierno y allegados.
Una vez calmada la sala, Rousseff retomó: “Bienvenido, compañero Luiz Inácio, ministro Lula. Cuento con la experiencia del expresidente y la identidad que tiene con este país y su pueblo”, glosó. Después de las ovaciones y las despedidas, el Gobierno se retiró a trabajar, con su flamante nuevo ministro de la Casa Civil al frente.
Poco le duró la tregua. Dos horas después saltó la enésima sorpresa de un culebrón interminable: el juez Itagiba Catta Preta ordenó suspender la toma de posesión de Lula como ministro. Según el juez, el nuevo ministro podría hacer una “intervención indebida” en la policía, la fiscalía y el poder judicial”, por lo que según Catta Preta perdería el aforamiento al que accedía después de su nombramiento.
Según el Gobierno, sin embargo, la medida es discutible y por ello ha recurrido. Según el abogado general de la Unión, José Eduardo Cardozo, Lula “tiene impedido el ejercicio de los actos, pero está investido”, o sea, que no puede ejercer pero tampoco pierde la inmunidad, una de las grandes cuestiones de los últimos días y trasfondo, según la oposición, de su nombramiento como ministro. Aun encima, los jueces han salido a arropar al juez del caso Petrobras, Sérgio Moro, atacado por el Gobierno después de la divulgación de la conversación telefónica entre Lula da Silva y Dilma Rousseff.
Tampoco le ha ido bien el día en lo político: la puesta de largo del regreso de Lula estuvo marcado por la ausencia del vicepresidente del gobierno, Michel Temer, líder del PMDB, partido con varias facciones pero que ha actuado como aliado en la mayor parte de la legislatura. Hace una semana el PMDB anunció que en treinta días decidirían si salían del Gobierno. El gesto de Temer apunta a que no les hará falta agotar ese plazo.
Lo denota también la rapidez con que se ha formado la comisión especial de impeachment contra Dilma Rousseff, a las 15.30 de la larga jornada brasileña, sumando un nuevo revés que, aunque esperado, deja a la presidenta a expensas de su defensa y en una votación en el plenario del Congreso en unas semanas. De nuevo hay un hombre del PMDB manejando los hilos de su proceso de destitución: Eduardo Cunha.
La llegada de Lula supone la última carta de la presidenta para intentar recabar apoyos y evitar la impugnación de su mandato. Creen que lo puede hacer por el capital político que aún amasa. Pero aún queda la calle, y está más caliente que nunca. El domingo salieron más de tres millones de personas a las calles en un acto organizado, pero lo verdaderamente preocupante para el Gobierno es la capacidad de generar manifestaciones espontáneas como las que se vivieron en la noche del miércoles y a lo largo del jueves.
Poco numerosas, pero impenitentes en sus demandas de renuncia de la presidenta y del nuevo ministro y que han llegado a enfrentarse a seguidores del PT. La fractura en la sociedad es evidente pero la llegada de Lula al gobierno, si es que el juez lo permite, lejos de unir, ha ampliado la división y la bunkerización del ejecutivo. Ahora el gobierno lucha, más que nunca, contra todos.