Las paredes de la estación de Maelbeek estaban recubiertas con azulejos blancos pintados con caras lineales. Hombres y mujeres, la mayoría con gesto serio y una mirada fija. Entre las figuras, había una mujer con pañuelo musulmán. Las dibujó el ilustrador y pintor Benoît Van Innis para mostrar con sobriedad cómo son los pasajeros. Bruselas se parece a esos rostros. Es una ciudad seria, tranquila y trufada de diversidad.
Este miércoles cae una lluvia fina pero los bruselenses siguen yendo en bici como siempre. Los colegios están abiertos y los funcionarios se apresuran, muchos sin paraguas. Hay tráfico en Schuman, la plaza donde se asoman la Comisión y el Consejo Europeo, a pocos pasos de las explosiones de hace unas horas. Los autobuses no escuchan las indicaciones de los agentes de tráfico sino las de unos militares vestidos de camuflaje y con el rostro enfundado en un pasamontañas.
Damien y su amigo Renaud tienen unos 50 años y desayunan en una cafetería de asientos de colores y zumos naturales. Esta mañana tuitean viñetas de Tintín mientras hablan del estado del socialismo belga y de los atentados. “El aeropuerto no tiene seguridad. Cualquiera puede hacer cualquier cosa”, se queja Damien. Apuran su café y se van conversando sobre otra cosa.
La sensación de normalidad es llamativa. Le Soir, el diario francófono, pide en su portada tras los atentados “aguantar”. “Tenir bon”, dice su titular a toda página.
“Vamos a seguir viviendo. Nos sentiremos más fuertes mañana”, dice Apollonie, una bruselense de origen africano que encendió anoche velas en honor a los muertos en la plaza de la Bolsa. “Para acompañarlos”, dice. “Hay que seguir activo. Mejor trabajar y no parar”, dice Solange Tavares, su amiga de Cabo Verde, con tono bajo y desanimado.
Se oyen más sirenas de lo habitual. Delante del Consejo de la UE, hay varios camiones blindados, más que cuando se celebra una cumbre. Las entradas al metro están cerradas con una simple cinta de plástico que en realidad no impide el paso.
Una de las salidas de Maelbeek está debajo de un puente con pintadas en paredes donde se leen protestan contra el TTIP, el tratado de libre comercio de la UE con EEUU. Otra da a la rue de la Loi, tal vez una de las avenidas más anodinas del mundo, donde está el Consejo y donde el único hueco que llama la atención entre las sedes de la UE y de grupos de presión es un descampado que lleva años cerrado por obras. En el tramo más noble, más arriba, está la sede del Gobierno belga y la residencia del primer ministro. Hoy ese tramo está cortado a la circulación.
El barrio europeo de Bruselas es ese lugar donde casi nadie quiere vivir. Los funcionarios asentados y con familia prefieren las casas más grandes y con jardín de las afueras. Los becarios más jóvenes optan por el centro histórico de los bares y las terrazas donde la gente se sienta impertérrita con sus paraguas cuando llueve. Muchos periodistas también prefieren el centro y los alrededores de la plaza Sainte-Catherine.
Es difícil escuchar buenas palabras sobre el barrio.
“Es el sitio más aburrido de Europa… El paraíso de las oficinas. Sólo se salvan la place Jourdan y los bares de la place Lux. El barrio con los restaurantes más caros de Bruselas y donde peor se come pero que financiamos todos los que trabajamos allí porque en algún sitio hay que comer”, dice Pedro López de Pablo, portavoz del PP europeo y uno de los mejores conocedores de Bruselas. “Desde que llegué en 1989 siempre hay alguna obra o alguna calle cortada… Lo llaman construcción europea”.
Quienes optamos por vivir aquí al principio por cuestiones prácticas sufrimos la parálisis del fin de semana, cuando suelen cerrar todas las instituciones europeas, los pocos restaurantes son todavía menos y hay que estar atento para hacer la compra. Pero a la sombra de las moles de la UE, se esconden filas de casitas agradables, el par de pizzerías que conocen a todos los personajes de Bruselas, los pub irlandeses con sus concursos de preguntas y respuestas, la calle donde se pueden comprar galletas María y tomar el mejor vitello tonnato de Europa y por supuesto el bar de perdedores, un sitio oscuro donde en otros tiempos se celebraba el final de las cumbres. Es un barrio cómodo y silencioso. Es fácil. Y es un símbolo.
"El barrio europeo puede resultar feo y gris, sin alma. Pero no es verdad. Como muchas veces pasa en el centro o en el norte de Europa, el alma está en el interior. En este caso miles de almas trabajando lejos de sus casas por un proyecto que vale la pena y que muestra toda su validez en momentos como éste", dice Jaume Duch, portavoz del Parlamento Europeo y otro veterano de Bruselas. "Si los terroristas atacan el símbolo europeo es por algo. La respuesta sólo puede ser europea".
El barrio que sacudió el atentado de este martes es algo más que un lugar para funcionarios y periodistas despistados. A pocas manzanas de las instituciones de la UE está Saint Josse, la comuna más pobre de Bruselas. Es también una de las zonas con más ambiente de pueblo, con un carrusel en la plaza neurálgica, zapatos colgados de cuerdas entre edificios, bares de horarios intempestivos y muchos hombres solos deambulando por las calles. Ese escenario deprimido convive con casas completamente renovadas y el edificio de cristal de la oficina antifraude de la UE.
“No es la zona más bonita, pero al final se vive bien”, dice Lina, una joven ecuatoriana que ha construido aquí una vida nueva con su marido y su hijo. “Era el lugar más tranquilo del mundo. Pero ya no lo es ninguno”.