Por lo visto, no pasa nada.
Los migrantes han desaparecido.
El calentamiento global ya no existe.
La deforestación del Amazonas, el “pulmón del planeta”, continúa con más fuerza que nunca sin que a nadie le importe.
La guerra de Yemen no ha llegado a ocurrir.
La de Siria fue una ilusión.
En este mismo instante se está celebrando un Núremberg de torturas sirias en Alemania, donde los secuaces de Bashar al Asad están siendo juzgados por crímenes contra la humanidad, pero lo que merece los focos de la prensa es el respeto por los “gestos barrera” o las medidas de distanciamiento en Baden-Wurtemberg.
El Estado Islámico, que crece entre la oscuridad mediática y la humedad de los mundos confinados como las humedades en un sótano, se recupera en Irak, prepara sus armas en Bangladés y avanza en Mozambique, donde 50 jóvenes del pueblo de Xitaxi acaban de ser masacrados tras negarse a prometer lealtad a los chebabs (niños soldado) —pero el suceso no existe; aparte de una breve noticia aquí y allá, no está documentado, pueden comprobarlo—.
No contento con tener las manos manchadas de sangre kurda, Erdogan viola las aguas territoriales de Chipre, país miembro de la Unión Europea. Aumenta su ventaja en Libia y envía a sus jenízaros a estirar las piernas y los kaláshnikov a Misrata como quien se da paseos por el bosque. Pero ¿por qué preocuparnos de esto? ¿El “distanciamiento social” no sirve también entre países y continentes?
Putin, que ha engullido Crimea y no renuncia a nada en Ucrania, tampoco pierde el norte y, persiguiendo su sueño de ver volar por los aires una Unión Europea fundada sobre los principios (paz, Estado de Derecho, igualdad de hombres y mujeres, respeto a las minorías, laicidad) que siempre ha odiado, juega, como un torero, a clavar banderillas en nuestras fronteras para comprobar cómo de dispuestos estamos a seguir soportando lo intolerable. Pero Europa, antes una princesa secuestrada por un toro, se convierte en un toro ciego, una bestia noble lista para su ejecución que baja la cabeza con cada estocada.
Xi retoma la teoría de Deng (da igual que el gato sea blanco o negro, ¡lo importante es que cace ratones!) y también se aprovecha de la situación para acelerar el “reglamento” sobre la cuestión uigur y, en Hong Kong, detener a los opositores, amenazar con destituir a los diputados, perseguir a los periodistas independientes e imponer una ley de “seguridad nacional” que será la gota que colme el vaso para la democracia —pero nosotros solo tenemos ojos para las mascarillas, los geles y los test que “regala” a Italia—.
Viktor Orbán ha declarado un estado de emergencia que le permite legislar por decreto de forma indefinida. Recorta subvenciones a los partidos políticos que no le gustan, a los ayuntamientos que se le oponen, a las ONG. Para este César magiar, ya no es el Danubio, sino el Rubicón el que fluye por Budapest (como también ocurre en Polonia, el país de Geremek, de Walesa y del alcalde asesinado de Gdansk, donde los casi reyes Ubú están organizando una farsa de elecciones presidenciales sin campaña, sin debate y sin alternativas reales). Pero no pasa nada.
Nace una democracia en Sudán. Siempre hay alguna revolución en Argelia, que no es solo el país de La peste sino también el de una determinación y una sonrisa más fuertes que las nomenklaturas. En Mali seguimos sin noticias del opositor Soumaïla Cissé, secuestrado el 25 de marzo ante la indiferencia generalizada. Irán lanza esta semana un nuevo modelo del cohete Qased que augura el desarrollo de misiles de largo alcance, los cuales podrían reducir a cenizas Beirut, Riad o Tel Aviv el día de mañana. Como un gólem que ha escapado de su creador, el brexit vive como un rey mientras que, al primer ministro, postrado en cama, lo atienden médicos inmigrantes a los que quiere echar del país.
Se está gestando una recesión mundial. Las crisis alimentarias nos acechan. En medio de un clima de sálvese-quien-pueda que no habíamos visto desde la crisis de 1929 y las películas de Frank Capra, se han destruido veinte millones de puestos de trabajo en Estados Unidos. Biden desaparece de los radares. Maduro, arruinado por el descenso del precio del petróleo, está tan desnudo como el rey del cuento de Andersen y su poder pende de un hilo. Bolsonaro se sienta encima de los derechos sociales y los salarios. La India de Modi trata a sus musulmanes como ciudadanos de segunda clase, mientras que en Nigeria continúa la masacre de cristianos. Pero no. Nada de nada. Aquí no pasa nada. Y en los periódicos, las radios y los canales de noticias no hay lugar para otra cosa que no sean debates teológicos sobre los misterios de la cloroquina o los sustitutos de la nicotina.
El coronavirus habrá tenido esta virtud: librarnos de noticias ridículas, ahorrarnos información inútil y eximirnos de las peripecias de una Historia a la que, con benevolencia y mesura, se le ha ordenado entrar en hibernación.
Y cuando, a la luz negra del Covid, volvemos la vista al mundo anterior (aquel en el que nos preocupábamos de nuestros vecinos, de nuestros hermanos cercanos o lejanos, de guerras que no eran nuestras, de la grandeza o la miseria de los pueblos), es entonces cuando nos sentimos insensatos e inconscientes.