Es una historia extraordinaria. No solo ha salvado a cientos de afganos, sino también un poco del ideario y el honor de Estados Unidos.
Y poco se ha hablado de esta historia en la prensa. Así que vamos a ello. No tengo todas las piezas del rompecabezas.
Pero, al respecto, se ha publicado un artículo en el New York Times de Elliot Ackerman, el condecorado veterano de Afganistán reconvertido en periodista y novelista.
También un largo y fascinante artículo en la web de ABC News que me envió David Samuels.
Y he reunido fragmentos de información, tanto en Estados Unidos como en Afganistán, de conversaciones telefónicas cuyos interlocutores he prometido mantener en el anonimato.
Comienza con un puñado de veteranos alertando, ya en abril, sobre el destino de los traductores, fixers y otros compañeros de armas afganos que, si Joe Biden llevaba a cabo el plan de Donald Trump, correrían peligro de muerte.
Esta preocupación no hizo más que crecer cuando, a mediados del verano, como explicó el teniente coronel ya retirado Russell Worth Parker en una entrevista con ABC News, quedó claro que lo impensable estaba sucediendo y que los miembros afganos de las fuerzas especiales estaban siendo entregados al enemigo.
Se insta al presidente a que renuncie a la fecha límite de evacuación del 31 de agosto.
Se explica que la lógica, no solo humanitaria sino militar, hubiera requerido evacuar primero y retirar la escalera, como en Saigón, solamente cuando los evacuados estuvieran sanos y salvos.
Cada cual interpela a su senador o representante local, que a veces resulta ser también un veterano.
Dos valientes congresistas, el republicano de Míchigan Peter Meijer y el demócrata de Massachusetts Seth Moulton, viajan a Kabul y ponen pie en tierra afgana para evaluar el desastre, con el máximo secretismo, en medio del operativo.
Y, ante el caos que reinaba en las pistas del aeropuerto Hamid Karzai, ante ese fracaso anunciado y sin precedentes en la historia militar estadounidense, aquel grupo se organiza; establece contacto, desde Estados Unidos, con los afganos que se habían quedado atrapados; se creó una red de escondites a imagen y semejanza del Ferrocarril Subterráneo, formado por rutas secretas y pisos francos por los que los abolicionistas habían transportado, durante la guerra de Secesión estadounidense, a los esclavos que se fugaban. Se organizan grupos de WhatsApp y Telegram; se reconstruye de memoria el mapa de acceso a tal o cual barrio o a tal o cual casa, y, cuando la memoria falla, se refresca a través de Google. Tras entender que es la única solución, los más aguerridos de estos veteranos se personan en Kabul y buscan, uno a uno, ante las narices de los talibanes, a sus compañeros afganos que tanto peligro corren.
La misión 'Pineapple Express' se lleva a cabo de noche. La principal dio comienzo la noche del 15 al 16 de agosto, unos días antes del ataque suicida que se cobró la vida de 13 soldados estadounidenses y de, al menos, 170 civiles afganos.
A veces se hacen en colaboración con efectivos del Ejército estadounidense que estaban hartos de ver llegar a sus auxiliares a veinte metros de las puertas y que luego no consiguieran franquearlas.
La mayoría de las veces, los veteranos van solos, como el exteniente coronel de los Boinas Verdes Scott Mann, que busca a un hermano de armas de los Navy Seal (operaciones especiales) que se ha quedado atrapado en un barrio invadido por un escuadrón talibán especialmente beligerante.
En los mensajes encriptados que corren de un chat a otro, los afganos son pasajeros. Los voluntarios estadounidenses que acuden a su rescate son conductores. Desde la zona del aeropuerto, a distancia, los ayudan, guiándolos, los pastores.
Dependen de un puñado de ingenieros que coordinan la operación desde un cuartel general improvisado.
A veces parece que la comunicación se corta, el chat se queda en silencio y piensan que un talibán asesino ha descubierto al candidato al exilio y lo ha liquidado.
De repente, las luces vuelven a encenderse, una luz verde parpadea en el teléfono del conductor.
Allí, en medio de la oscuridad de la ciudad, aparece un emoticono encriptado en el teléfono del pasajero como respuesta, con fondo rosa y forma de piña.
Se le envía una imagen GPS de una ruta segura; lo guían; le pierden el rastro; vuelven a encontrarlo; lo redirigen; lo encuentran; lo buscan entre la multitud de rostros igualmente demacrados y angustiados, y, finalmente, el pasajero llega a Abbey Gate con la preciada contraseña que hay que susurrar al sargento al mando y que le permite la entrada.
¡Esos hombres son héroes del mundo cotidiano que acaban de decidir, por su conciencia, no dejar que se cerrase la trampilla del oscurantismo y el crimen!
Sé que esta historia puede parecer un relato de doble filo. Que, en democracia, nunca es bueno que los militares retirados vuelvan al servicio por voluntad propia. Pero había dos opciones: eso o el horror de que amigos y aliados fueran linchados.
Era esta operación prudente y escrupulosa, que todo indica que se resolvió con miedo y temblor, o la deshonra definitiva.
Estados Unidos, hoy, es un Saigón autoinfligido, un Dunkerque fallido, una humillación.
Pero también es esos momentos de hermandad en los que uno se pregunta si está en una película de Kathryn Bigelow, en una serie de la M6 sobre los Navy Seals o enfrascado en una novela de Jason Bourne, de Robert Ludlum... ¡pero no! ¡Es la vida real! ¡Esos hombres son héroes del mundo cotidiano que acaban de decidir, por su conciencia, no dejar que se cerrase la trampilla del oscurantismo y el crimen!
Ellos, estos héroes, les han dado un significado más puro a las palabras empatía y servicio; las palabras de la gran tribu estadounidense, tanto de demócratas como de republicanos.
Están ahí para recordarle al mundo que este extraño país sin nombre, Estados Unidos de América, sigue siendo una nación excepcional, fiel a sus ideas y cuya llama nunca se extingue del todo.