Ser judío en Ucrania nunca ha sido fácil. No lo ha sido en toda Europa y especialmente en el centro y el este del continente, pero digamos que ciudades como Odesa o Kiev se significaron especialmente en su antisemitismo durante el siglo XIX, con una sucesión de pogromos que provocaron una primera diáspora hacia otros lugares de Europa y la soñada Palestina, separando familias y familias de su entorno vital, su país, sus pertenencias y sus proyectos. La tendencia a culpar "al extranjero" de todos los males junto al empeño en considerar siempre extranjero al israelita se convirtió en un cóctel peligrosísimo en zonas de intenso conflicto y rivalidad nacional.
A ese primer éxodo en varias fases del siglo XIX, se unió el que provocaron los nazis en 1942. La represión alemana fue especialmente dura en Ucrania, con aproximadamente un millón y medio de fallecidos y desaparecidos en poco más de dos años. Los años intermedios, los de la recién creada Unión Soviética, tampoco es que fueran un camino de rosas: hambrunas, persecuciones y el empeño en que los judíos renunciaran a su religión, pues no había más iglesia que el estado ni más consideración del hombre que su condición internacionalista.
Los judíos seguían existiendo en sus pasaportes y en determinadas represalias, pero vieron limitadas sus actividades como grupo, tal y como pasó, por otro lado, con todas las demás confesiones y culturas.
El fin de la Unión Soviética fue, en buena medida, el fin de los problemas judíos en Ucrania. Por primera vez en mucho tiempo, se abría la posibilidad de la convivencia entre iguales. Las sinagogas volvieron a multiplicarse, las comunidades volvieron a establecerse, incluso un judío como Volodomir Zelenski podía presentarse a las elecciones sin que nadie mencionara su condición ni para bien ni para mal. Después de siglos y siglos, los judíos conseguían su equiparación con el resto de los ucranianos en su condición de ciudadanos libres, disfrutando del derecho irrenunciable a la estabilidad sin temor a violencia alguna.
Han sido treinta años de paz casi insólita en el pasado reciente, pero que parecen tocar a su fin. De repente, a Putin le dio por echar a los “neonazis” de Ucrania para alentar el sentimiento nacionalista ruso… y por el camino no solo se ha cargado un país y ha segado la vida de decenas de miles de personas, sino que ha destrozado los vínculos comunitarios entre judíos y gentiles.
Poco a poco, pero a miles, los judíos vuelven a abandonar su país en busca de refugio. La persecución no es contra ellos, pero ellos forman parte del grupo de perjudicados. La “desnazificación” de Putin ha acabado con tres mil judíos ucranianos en Moldavia y otros tres mil repartidos entre Hungría, Polonia y Rumanía. Algo más de mil personas, básicamente mujeres, niños y hombres mayores de sesenta años, han decidido emigrar a Israel, donde ya habían volado veinte mil ucranianos en los días previos a la guerra, antes de que se estableciera la ley marcial.
El dilema de Israel
Se trata de un destino lógico. Si el nacionalismo -sea ruso, sea ucraniano, sea el que sea- vuelve a campar por los territorios de Europa Oriental, los judíos volverán a estar en apuros. No dejan de ser los apátridas por excelencia. Teniendo en cuenta que hasta un millón de judíos soviéticos abandonaron sus distintas repúblicas en 1992, rumbo a Israel, nos podemos hacer a la idea de que todos los que ahora están dejando su país atrás no lo hacen en búsqueda de “un futuro mejor” sino de “un futuro”, sin más.
Si consideraran Israel su patria, se habrían ido antes. Son ucranianos de tomo y lomo, pero creen que allí podrán esperar más tranquilamente a que las cosas se calmen. Las autoridades hebreas están preparadas para recibir a 10.000 refugiados. Puede que se queden cortas.
Todo esto pone al país de Naftali Bennett en una situación muy complicada. Públicamente, Israel ha condenado la agresión a Ucrania, pero no ha querido cargar demasiado las tintas contra Rusia o contra Putin, como si se quisiera señalar el pecado, pero no al pecador. El propio Bennett ha visitado Moscú para intentar mediar en el conflicto, sin demasiado éxito, por petición de Zelenski, uno de los pocos judíos a la cabeza de un país europeo.
El asunto es que, aunque Ucrania tenga un punto de aliado natural por la propia condición de su presidente, Israel tiene demasiados lazos políticos y estratégicos con Rusia como para tirarlo todo a la basura.
Señalado siempre como el gran aliado de Estados Unidos en Oriente Medio, Israel necesita de la ascendencia de Rusia sobre los países árabes para poder desarrollar sus políticas de defensa. Uno de los países más activos históricamente en la confrontación con Israel ha sido Siria.
De hecho, aún siguen ahí las guerrillas de Hezbollah y sus campamentos militares. Regularmente, Israel bombardea sus posiciones… pero procura ponerse antes de acuerdo con Rusia para no dañar los extensos intereses de Rusia en la zona. Recordemos que la alianza entre Putin y Bashar Al-Assad sirvió para exterminar cualquier tipo de oposición, llevándose por delante, de paso, buena parte de lo que se denominó el Califato Islámico, para tranquilidad de Occidente, que decidió mirar a otro lado.
No es Siria la única amenaza para Israel bajo influencia rusa. También está la cuestión del programa nuclear en Irán y las sanciones aparejadas, justo lo que se está discutiendo estos días en Viena. Israel no quiere que Irán siga enriqueciendo uranio por razones obvias. Para ello, necesita que Rusia se una a Estados Unidos en una posición dura que disuada al gobierno de Teherán de sus propósitos. Ahora mismo, eso no está sucediendo. De hecho, da la sensación de que Rusia está jugando sus bazas estratégicas para favorecer a Irán y poner más nerviosos a los países occidentales.
Los oligarcas judíos
La guerra de Putin está perjudicando a los judíos de Ucrania y a los judíos de Israel. Pronto lo hará con los judíos propios si no toman partido. La ironía del proceso de “desnazificación” es demasiado evidente. Tampoco hay que obviar los efectos colaterales. Pongamos el ejemplo de Roman Abramovich, conocido por ser el propietario durante las últimas dos décadas del Chelsea FC. Abramovich es ruso, pero se ha pronunciado en contra de la invasión y se ha ofrecido a mediar en el conflicto. Tampoco ha tenido ningún éxito.
Además, Abramovich es judío. No solo es judío, sino que tiene la nacionalidad israelí y es uno de sus grandes benefactores. No es el único millonario ruso que ha dado la espalda estos días a Putin. También lo han hecho oligarcas como Leonid Nevzlin o Mijaíl Jodorkovski, quien pasara diez años en Siberia por criticar las políticas presidenciales.
El primero, directamente, ha renunciado a la nacionalidad rusa, un país que, en su opinión, se ha convertido en “una tierra de fascistas”. Las sanciones occidentales les van a tocar muy de cerca, condenados como siempre a estar entre dos aguas. A Abramovich ya le golpearon de lleno esta semana, cuando el gobierno británico congeló sus bienes y le acusó de tener “las manos manchadas de sangre ucraniana”, tal vez un exceso retórico.
Abramovich no es una víctima directa de Putin, pero sí de su locura. Sin invasión, no habría habido sanciones. Sin invasión, no habría habido éxodo. Sin invasión, Israel no sentiría la alerta geoestratégica, y, sin invasión, el nacionalismo no habría encendido su mecha por el este de Europa, un enemigo peligrosísimo. Con la guerra no solo acaba la paz, eso es una obviedad, sino que acaba la convivencia. Una convivencia sana y entre iguales que parece que tocará reconstruir también cuando acabe este horror.
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